MURCIA. Me dispongo a escribir la quinta entrega de estos textos y caigo en la cuenta de que en ellos principalmente hablo de objetos y personas. Los objetos cumplen aquí la función de apuntalar la presencia de las personas. Personas y cosas, un binomio perfecto. Las personas resultan fascinantes si piensas que cada uno de nosotros es un libro por leer o una historia por descifrar. Yo creo que los objetos a mí me ven también así. Algunos de ellos hacen lo posible para venirse a vivir conmigo, con la intención de descifrarme, supongo. Abro Las cosas de George Perec porque hay días que temo haberme convertido en uno de los personajes de la novela (“querían gozar de la vida, pero en torno a ellos, el goce se confundía con la propiedad”). O mejor dicho, lo abro para que no me quede duda de que ya soy como los protagonistas de la novela. Haber vivido tres meses encerrado en casa, sin más compañía que tus cosas tiene sus efectos secundarios. “Acumulamos cosas levantando un baluarte contra la muerte”, escribió Paco Umbral en Mortal y rosa.
Llaman al portal. Paquete que sube en el ascensor hasta mi casa. Nick Cave. Letras (Libros del Kultrum). Cave lleva tiempo reuniendo sus letras en antologías, quizá porque todos sus versos han ido naciendo y multiplicándose con la voluntad de crear un mundo literario. En 1988 publicó su primera colección de textos, que también incluía un ensayo sobre Einstürzende Neubauten y algunas obras de teatro de un solo acto. Cave es un escritor que usa la música como medio para dar forma a su obra. De su ambición literaria emana buena parte de la fuerza motriz de su producción. En sus comienzos, las letras respondían a pulsiones violentas, estaban laceradas por referencias bíblicas y parecían surgir de las aguas pantanosas del sur de los Estados Unidos. Historias e imágenes obsesionadas por aquello que une el amor con el asesinato. De esa época me quedo con ‘Deanna’ y ‘Where the Wild Roses Grow?’, y de paso, con el vídeo de esta última, con la víctima, Kylie Minogue, trasformada en una versión moderna de la Ofelia de Millais. Con el tiempo, las letras fueron desarrollando una mística propia en la que se iba imponiendo la voz de un autor más delicado, menos endeudado con sus maestros y más diestro a la hora de reflejar sus obsesiones. Su lírica posee la fuerza y la coherencia de la que, por ahora, carece su obra narrativa.
Repasando sus textos en el libro que edita Kultrum descubro que todos los personajes, todas las voces, están unidos por algo que las convierte en almas habitando un territorio común, sin nombre. Son ramificaciones surgidas de un mismo tronco. El amor, la muerte, la dicha, la tragedia, la expiación y el deseo se diluyen en una sustancia literaria que es como savia para las canciones. Cave ha ido construyendo su propio Yoknapatawpha, delimitando un territorio propio; solamente que él, a diferencia de Faulkner -o de García Márquez, Onetti o Juan Rulfo-, no ha dibujado su mapa ni lo ha bautizado de manera alguna. Esa residencia en un plano físico y espiritual en el que la belleza y el horror imponen su propio destino es lo que une a sus personajes, de la misma manera que todos nosotros estamos unidos simplemente por el hecho de estar vivos. Cave lo explicaba al final del documental 20.000 días en la Tierra: “Hay verdades que se esconden bajo la superficie de las palabras. Verdades que emergen sin avisar, como la joroba de un monstruo marino y que luego desparecen. Actuar y componer es para mí un modo de sacar al monstruo a la superficie, crear un espacio donde la criatura pueda abrirse paso entre lo que es real y lo que conocemos. Ese reluciente espacio donde se cruzan la imaginación y la realidad, es donde existen todo el amor, las lágrimas y la felicidad. Este es el lugar, aquí es donde vivimos”. Él mismo, tras la trágica muerte de uno de sus hijos pequeños, ha acabado convirtiéndose en uno de sus propios personajes.
Acabo de leer Un amor (Anagrama), de Sara Mesa, cuya acción transcurre en otro lugar imaginario, La Escapa, un pueblo pequeño casi en medio de la nada. Los sitios pequeños, poco habitados, y esto lo sé por experiencia, amplifican los detalles más insignificantes. Un saludo o la negación de este, pongamos por caso, puede llegar a adquirir una importancia imposible de calibrar en una ciudad. El silencio puede ser un bálsamo, o llegar como una maldición. Cada una de las acciones de los personajes de Un amor resuena en medio de ese páramo. Aparentemente, la protagonista es una víctima, pero a medida que se desarrolla la historia, acabamos descubriendo que, como en Cicatriz y Cara de pan, estos personajes no se mueven en un terreno moral fácil de explicar: “No es que antes fuese inocente y pura, pero al menos había partes suyas -partes maliciosas, desconfiadas- que estaban dormidas. Ahora se han despertado. El daño crece, se ramifica dentro de ella”. Sara Mesa escribe con un estilo que aparenta ser sencillo pero que es la destilación de una escritura perfecta, que secciona nuestra relación con el mundo con la sabiduría de un bisturí. Consigue, una vez más, eso que el crítico Eric Gras destaca en una de las citas reproducidas en su contracubierta, “establecer una atmósfera turbadora en sus historias”. Leyendo a Sara, te acabas encontrando con esa salvaje y casi imperceptible mezquindad que cada uno de nosotros lleva dentro. Esas verdades a las que se refiere Nick Cave.
El otoño se acerca. Empieza a hacer frío en la playa. Dormir la siesta en la tumbona de la terraza ya requiere hacerlo con más abrigo que una simple camiseta. Voy despidiéndome silenciosamente de todos los lugares que frecuento durante el verano. Ellos van a seguir aquí; también yo, pero durante los próximos meses ya no serán el escenario continuado de mi cotidianeidad. Dejaré de visitarlos a diario y me conformaré con mirarlos desde la ventana o intentar acercarme a ellos cada tanto, antes de que anochezca, cuando el frío y la humedad no lo impidan. El confinamiento no tuvo un final, más bien tuvo una desembocadura, y esta no fue otra más que el verano. Estas vacaciones han sido muy distintas a las de cualquier otro año. Ni siquiera estaba claro que fuesen vacaciones. Este verano ¿ha sido una tregua? ¿Un paréntesis? ¿una trampa? Habitualmente cuesta decirle adiós al verano, todos sabemos el porqué. Pero noto que con los últimos vestigios de septiembre me aferro a él con más desesperación de lo habitual. Una desesperación muda y persistente, como casi todo lo que ocurre en El Saler, que quizá en breve vuelva a quedarse desierto. Confío ciegamente en el poder de este lugar, me digo a mí mismo mientras espero que suene el timbre anunciando la llegada de otro mensajero.