Siete años ha dedicado el poeta a escribir este libro que ha acabado viendo la luz en eso que ahora se ha dado en llamar tiempos del coronavirus.
MURCIA. En un tiempo muy anterior a este, el Día Mundial de la Poesía coincidía con el advenimiento de un libro apocalíptico compuesto de unidades esqueléticas de la vida: el del fin del mundo -o desde una perspectiva mucho más ambiciosa, el del fin de los tiempos- siempre ha sido un género muy relacionado con lo poético: no hay mejor manera de contar lo indescriptible. Ya sea San Juan y su profético libro de las Revelaciones, o La casa en el confín de la Tierra de Hodgson con su apoteósico episodio millones de años adelante en el inconmensurable apagado del universo: el espectáculo de la destrucción total nos atrae tanto que hemos hecho del colapso de la civilización un próspero motivo para escribir. La distopía es el amargo perejil de un buen número de salsas literarias. Sin embargo, el instinto de supervivencia y la aversión a la idea de la nada siguen palpitando en nuestro cerebro reptiliano, de ahí que siendo precisos, de lo que escribamos habitualmente, en todo caso, sea del postapocalipsis, de lo que quedará languideciendo como un gusano fuera de la tierra, como un ocaso sin visos de oscurecerse del todo, y mucho menos de amanecer. El terror humano, se diría, es más crepuscular que nocturno.
Se oye tanto que esta pandemia es apocalíptica porque la mayoría de nosotros acabamos de ser matriculados en primero de armagedón. Comparar tragedias no es ni útil ni honesto, pero lo que sí es cierto es que si estos son los sellos abriéndose, en muchos territorios cercados por las concertinas que a nosotros nos protegen, lo han de firmar. La tragedia nos ha cogido fondones: aquí los datos son inexactos, en demasiadas tierras de África la plaga debe haber alcanzado ya proporciones mayúsculas, pero seguirá volando por debajo del radar durante mucho tiempo porque allí siguen atascados en el dramático proyecto de fin de ciclo. Por estos pagos también hay gente cursando las asignaturas más difíciles: el desastre sabe de latitudes, así como de oportunidades. Sea como fuere, que el apocalipsis ha llegado o que siempre ha estado aquí, el veintiuno de marzo se liberó Sílithus, poema-libro firmado por el poeta Enrique Falcón: una secuencia poética de acontecimientos que pese a la coincidencia, llevaba escribiéndose siete años, dicen las buenas lenguas que por encargo. “Pero ahora / la Estación Espacial da vueltas al planeta y llora, / dan vueltas en su estómago dieciséis hombres muertos. / Ay de las épocas en que sus poetas solo pueden escribir apocalipsis”, se lamenta el cronista de Sílithus. Ay de esas épocas como parece ser la nuestra, y no ahora, sino desde hace ya prórrogas y prórrogas de confinamiento de la empatía.
La historia de Sílithus, un libro complejo al que hay que hay acercarse con los oídos atentos y desprejuiciados de quien recibe el mito admonitorio a la luz de una linterna, es la de la revolución de una noche en código, la del cataclismo posterior del establishment, la de los escritos biológicos en los que se ha cincelado la crónica, y la de la sociedad posfutura. Imbricados en los mitos de Sílithus se encuentran los horrores pesadillescos de este presente: las atrocidades no contadas quemadas y laceradas en las carnes de los niños de Siria, las salvajes violaciones de la Operación Sangaris perpetradas bajo la atenta mirada de nuestros vecinos europeos, las torturas y las extradiciones y las nuevas torturas, las balas de francotiradores risueños y divertidos segando aturdidas vidas palestinas, los procedimientos médicos carniceros e infernales en prisiones como Guantánamo, la planificada devastación del puerto y de los barcos pesqueros que alimentaban a los yemeníes y la hambruna segadora de vidas a millares: “El demonio de rodillas inversas / que habló a Möling acaricia sus dados / junto a los muros / del primer círculo de contención, / bajo el palo artesonado / que sostiene el cielo nocturno juega / con las tabas de los nuevos dioses, / los que fueron aplaudidos en las Guerras del Agua / y ante los que ahora sí puede inclinarse el demonio de Möling pues la ruina ya ha alzado su copa, / los hombres solo viven un día, / y no hay peso suficiente en quien pida perdón”.
Decíamos que Falcón liberó el libro porque corre a lomos de una señal desde ese día una versión de regalo del libro, una versión digital ofrecida por el autor que se puede descargar mientras el confinamiento sofoca la pandemia y los libros permanecen a la sombra. Lo que también se puede hacer es comprar un ejemplar a la editorial -La Oveja Roja- que el día menos pensado se descolgará en nuestro buzón haciendo eco de su multivoz, que además dice: “los muerrrtos intratables / quebrajados penitientes / los muerrrtitos en pie n'aaayer los de las colectas / los muerrrtitos de frío y más luego de guerra y con sed los que fueron a escalpiarse de las cosas cálidas / y leían tiernamientre cartas deplorables / los que busquearon en espiejos más bien poco profundos, / dios insecto 'nel hambre”, y que recuerda “si el árbol del mundo es un patíbulo. / Si el árbol de la cruz es un patíbulo. / Si el árbol de la ixtab es un patíbulo”. Ixtab, diosa colgante de los suicidios, demonios, deidades, leyendas, trascendentales y abundantes seres microscópicos, referencias bibliográficas, referencias worldofwarcraftianas, noticias, ilustraciones científicas, definiciones, diagramas, versos en rongorongo, poetas milesios de los celtas goidélicos, toros de siete batallas, tributos y arcontes en tres libros -el de los vigilantes, el de las parábolas, el de las luminarias y el de las fuentes-, a los que sigue un apéndice -fuentes de imagen- que de pronto suma todavía más dimensiones y lecturas a este documento falconiano extraordinario que hablará a los de mañana del día de mañana de los de ayer, y que comienza -cuando comenzase-, con una demostración de su vista de larga distancia: “El tiempo y el suceso imprevisto acaecen a todos. / Siempre se tercia / para todos los hombres: la ocasión y la suerte”.