MURCIA. En virtud de los Reales Decretos-leyes 37/2020 y 1/2021, el Gobierno de España ha otorgado a los jueces una polémica facultad: la de suspender, bajo ciertas condiciones y durante el estado de alarma, el desahucio de personas que estén ocupando su vivienda habitual sin título habilitante, incluso en casos en los que la entrada o permanencia en el inmueble es consecuencia de delito (es decir, cuando trae causa de una okupación).
Los jueces sólo pueden acordar tal suspensión, tras escuchar a los servicios sociales correspondientes, si los beneficiarios son personas "económicamente vulnerables sin alternativa habitacional" que entraron o permanecieron en el inmueble por una "situación de extrema necesidad"; y los propietarios, personas jurídicas o personas físicas titulares de más de diez viviendas.
Esta regulación constituye, obviamente, una expropiación. Por una razón de interés público –satisfacer las necesidades habitacionales de ciertas personas en situación de extrema precariedad–, se impone a determinados sujetos la "ocupación temporal" de su propiedad, la privación durante un tiempo de su derecho a usarla y excluir su uso por otros individuos. Y, dado que el artículo 33.3 de la Constitución española impone que las expropiaciones deben venir acompañadas de una indemnización, el Gobierno no ha tenido más remedio que reconocer a los propietarios afectados la posibilidad de obtener de la Administración competente una compensación por los perjuicios sufridos de resultas de la suspensión.
Pero lo ha hecho “a regañadientes” (en contra del criterio de un importante sector de la izquierda) y de manera sumamente cicatera, hasta el punto de que puede dudarse de su conformidad con la Constitución. En efecto, de un lado, los referidos Decretos-leyes sólo contemplan la compensación para el caso de que, transcurridos tres meses desde que los servicios sociales señalaran las medidas adecuadas para atender la situación de vulnerabilidad, éstas no hubieran sido adoptadas. Es decir, si la Administración encuentra una alternativa habitacional antes de esos tres meses, el coste de la suspensión lo soporta el propietario. De otro lado, éste debe acreditar “que la suspensión [le ha] ocasionado perjuicio económico al encontrarse la vivienda ofertada en venta o arrendamiento con anterioridad” a su ocupación. El Gobierno parece ignorar, pues, que la suspensión puede perjudicar al propietario aun cuando no concurra ninguna de esas dos situaciones. Imagínense ustedes que, en el momento de ser ocupado, el inmueble no estaba en venta ni en alquiler porque su propietario tenía la intención de rehabilitarlo en breve. Es obvio que, en tal caso, tanto la necesidad de acudir a los Tribunales para recuperar la posesión como el retraso adicional ocasionado por la suspensión le suponen, con toda seguridad, un considerable perjuicio.
No vamos a discutir aquí si la suspensión está justificada. Supongamos que, en las circunstancias extraordinarias en las que nos encontramos actualmente, constituye una medida necesaria y proporcionada para salvaguardar el derecho a una vivienda digna y la salud de los beneficiarios, a pesar de los costes y riesgos (por ejemplo, el de incentivar ocupaciones futuras) que evidentemente implica.
Lo que ponemos en cuestión es que el coste económico de esta política social lo tengan que asumir, total o parcialmente, los propietarios a los que les tocó la lotería negativa de la usurpación. Ninguna razón hay para que esta prestación pública otorgada a quienes ocuparon ilegalmente un inmueble tenga que ser sufragada precisamente por las víctimas de esta ilegalidad.
No es eso, sino todo lo contrario, lo que se desprende del artículo 31.1 de la Constitución española, en el que se dispone que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.
Las políticas públicas sociales, de redistribución de la riqueza, que tratan de garantizar que todas las personas disfrutan efectivamente de ciertos bienes y derechos básicos, deben financiarse entre todos, a través de un sistema tributario configurado con arreglo a los referidos principios. Así se sufraga el acceso universal a la sanidad, la educación, la justicia, la seguridad social, etc., y lo propio debería hacerse con el derecho a una vivienda digna y adecuada. No hay motivo para hacer aquí una excepción. Y ello no sólo porque así lo establece la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico, sino también porque financiar esas políticas mediante “sacrificios especiales” o medidas confiscatorias produce consecuencias deletéreas, perniciosas desde el punto de vista del bienestar social. Cabe destacar al menos las dos siguientes.
En primer lugar, el riesgo de sufrir semejantes privaciones desincentiva la inversión en el sector de la vivienda, reduce su oferta y, en consecuencia, agrava el problema de su escasez. Hay abundantes evidencias empíricas, por ejemplo, de que las políticas de limitación de los precios de los alquileres, que transfieren riqueza desde los arrendadores a los arrendatarios, disminuyen el volumen de viviendas alquiladas, además de producir otras consecuencias socialmente indeseables. En España contamos en este sentido con el ejemplo de la Ley de Arrendamientos Urbanos de 1964, que jibarizó este mercado. Las políticas Robin Hood provocan que mengüe el número de propietarios que se atreven a cruzar el bosque de Sherwood.
Este efecto desalentador resulta especialmente negativo en el caso de los grandes propietarios –a los que afecta singularmente la norma cuestionada–, en tanto en cuanto son éstos los que pueden aprovechar economías de escala con el fin de producir y gestionar más eficientemente dichos bienes. Como ha señalado el Banco de España en un reciente informe, el crecimiento del peso de los inversores institucionales y los fondos de inversión especializados en el mercado nacional de la vivienda de alquiler, todavía dominado por inversores minoristas, “presenta algunas ventajas en términos tanto de la profesionalización de esta actividad como de la eficiencia de las carteras de los inversores minoristas, al permitir que estos puedan optar a una mayor diversificación de los riesgos mediante la inversión en activos inmobiliarios a través de estos vehículos en lugar de hacerlo a través de la adquisición directa de inmuebles” (El mercado de la vivienda en España entre 2014 y 2019).
En segundo lugar, si los gobernantes pueden adoptar medidas de este tipo sin asumir el coste político que supone hacer pagar por ellas a los contribuyentes –y, en particular, a sus votantes–, se corre el riesgo de que abusen de este poder, de que impongan privaciones o restricciones injustificadas a costa de sus enemigos políticos, a los que se obliga a soportar especialmente los sacrificios. Se incrementa el riesgo de que se establezcan políticas que disminuyen el bienestar del conjunto de la ciudadanía, políticas que quizás a corto plazo incrementan el bienestar de algunas personas –los votantes del partido político gobernante–, pero menos de lo que reducen el bienestar del resto.