MURCIA. Hace cinco años se estrenaba Train to Busan, del director surcoreano Sang-ho Yeon, convirtiéndose casi de manera inmediata en una película de culto. El género de zombies parecía haber caído en la rutina conformándose con seguir los mismos esquemas de siempre hasta que llegó esta película que consiguió revitalizar el cansino panorama. No es que Sang-ho descubriera ni revolucionara nada, pero sí tuvo la capacidad de ofrecer un espectáculo diferente capaz de alcanzar una dimensión independiente y de crear todo un universo a su alrededor.
En ella asistíamos a la expansión de un virus que convertía a los infectados en zombies hambrientos de carne humana. Un grupo de personajes que viajaba en un tren con destino a Busán se encontraba con la pandemia en directo y ahí comenzaba la claustrofobia y el horror a través de toda una serie de set-pièces compuestas con impecable precisión que tenían la peculiaridad de no funcionar por acumulación, ya que su mecanismo de relojería se reinventaba en cada una de las paradas del recorrido a través de soluciones narrativas y visuales muy originales.
Yeon Sang-ho procedía del cine de animación (su anterior trabajo, Seoul Station es precisamente el germen de esta película y de la que nos ocupa) y supo cómo desplegar una magnífica planificación secuencial que parecía beber de las viñetas de un cómic. Sus planos eran secos, rápidos y al mismo tiempo elegantes, repletos de detalles de contagiosa ferocidad capaces de trasmitir adrenalina y tensión.
Ahora el director aborda la difícil tarea de seguir explotando todo este imaginario a través de una historia paralela que tiene lugar cuatro años después de la epidemia. Corea ha quedado totalmente aislada, dejando allí abandonados a todos los infectados tras repatriar a (todos) los (supuestos) supervivientes. Uno de ellos es Jung Seok (Gang Dong-won), un soldado que escapó junto a su cuñado después de perder a su hermana y su sobrino cuando estaban todos a punto de empezar una nueva vida.
Ahora se encuentra en Hong Kong en los ambientes marginales (porque han discriminado a los coreanos como si fueran responsables del virus) y lucha por sobrevivir cuando recibe el encargo por parte de una organización mafiosa de regresar a la península junto a un grupo de mercenarios para recuperar un camión lleno de dinero.
De nuevo, la metáfora de la corrupción y el capitalismo atroz está ahí. Península (o Train to Busan 2) sigue los pasos de Train to Busan al hablar de una sociedad podrida que nunca se encuentra satisfecha y en la que la brecha social no ha hecho más que evidenciar las desigualdades. La primera parte parecía una metáfora de la rapidez de los tiempos, con ese tren en continuo movimiento representando el mundo caníbal en el que vivimos. En la segunda, este panorama parece remitir al drama de los refugiados y a todos aquellos que se encuentran fuera del sistema. Así, en un mundo en el que ya no queda esperanza, lo único posible es dejarse llevar por la locura. Y en ese estadio de enajenación ya no se sabe quién es más humano, si nosotros o los zombies.
Sobre esta idea gravita Península, una secuela que, a pesar de las expectativas, no se encuentra a la altura de su predecesora ni a nivel narrativo ni visual. Por una parte, se fuerza demasiado una trama (muy simple) a la que, en esta ocasión, el director no sabe sacar el suficiente partido (quizás es que simplemente no se podía sacar nada más de ahí) y, por otra, esta narración nimia se construye a través de toda una serie de clichés que ya habíamos visto en anteriores películas del género zombie.
Sang-ho Yeon parece haber olvidado cuál fue uno de los grandes méritos de Train to Busan: el factor sorpresa, su capacidad para componer escenas en la que era imposible adivinar qué iba a ocurrir a continuación, su sagacidad a la hora de instaurar paisajes y persecuciones inéditas, de combinar terror, drama y humor en un equilibrio perfecto.
En Península no encontramos demasiados atisbos de originalidad, todo suena a sucedáneo o reciclaje, las escenas de acción no provocan asombro y, lo que es peor, resultan demasiado confusas, los personajes son olvidables (terribles los villanos de la función), se recurre de forma exagerada a los efectos digitales y su dramatismo, en algunos momentos, resulta exacerbado, incluso en ocasiones ridículo. Como producto resulta digno, pero como secuela de una de las mejores películas de acción y terror de los últimos años, bastante decepcionante.