A cierta edad los hombres son imprevisibles. O salen del armario o se lían con una más joven. A otros les da por votar a Vox. No se sabe qué es peor. Son los efectos de la menopausia masculina. Pero algunos son recuperables si se abren al diálogo con las parejas y admiten sus errores
Me llamo Estela del Carmen y, aunque lo parezca, no soy de Antequera, provincia de Málaga. Nací y he residido en Mislata durante 33 años, que es la edad idónea para una mujer. Estoy en la flor de la vida, pues.
Tengo novio. Llevamos siete años de relaciones. Ya va siendo hora de que dé el paso de proponerme el matrimonio. Me gustaría casarme de blanco satén ante el altar de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles en mi pueblo, no porque sea creyente sino porque una boda bonita, una boda como Dios manda, siempre será una boda religiosa. Pero aceptaría el matrimonio civil con tal de que nos casase mi alcalde Carlos Fernández Bielsa, que tiene unos ojos preciosos, el muy truhán.
La crisis de mi novio le ha llevado a decisiones extravagantes como comprar el ABC, peinarse con gomina y ponerse una pulserita rojigualda en la muñeca derecha
Yo creo que voto socialista por lo guapo que es el alcalde de mi pueblo. Y no hablemos del presidente del Gobierno, que es un figurín. ¡Menudo tipazo se gasta el Pedro Sánchez! ¿Hay mejores razones para votar al PSOE que Bielsa y Sánchez! Yo no las veo, pero si las hay, que venga alguien y me las explique.
Por desgracia, mi novio no comparte mi ideología ni el sentido de mi voto. Cuando nos conocimos, pronto me percaté de qué pie cojeaba (del pie derecho), pero lo pasé por alto porque era una persona con grandes virtudes: su honradez, la inclinación al trabajo, la educación y el respeto con que me trataba, la modestia, su activismo sexual…
A pesar de nuestras diferencias ideológicas éramos una pareja bien avenida. Eludíamos hablar de política como las familias catalanas. Cuando tocaban elecciones, cada uno iba a su colegio electoral y votaba según sus ideas: yo a mi PSOE y él a su PP.
Pasaron los años (¡llevamos tantos de noviazgo!), y mi novio dejó de confiar en el PP por culpa de Rajoy, y se pasó a Ciudadanos por la misma razón que yo voto a los socialistas: porque Ciudadanos era un partido de gente guapa, urbanita y muy cool. En los mítines parecían recién llegados de un gimnasio o de una clínica de cirugía estética.
Pero ahí no quedó la cosa. Ahora voy al fondo del asunto. Este año mi novio, un pijín que viste de Pedro del Hierro, ha entrado en crisis, como todo hombre que supera los cuarenta. Es cuando te la lían saliendo del armario o marchándose con una pelandusca más joven. En concreto, la crisis de mi novio le ha llevado a tomar decisiones extravagantes como comprar el ABC, peinarse con gomina y ponerse una pulserita rojigualda en la muñeca derecha. Ya no ve TVE sino Antena 3. Y, para colmo, le ha dado por ir a misa los domingos.
En los últimos meses ha cambiado tanto que parece otra persona. No lo reconozco. Lo trágico del asunto es que se me ha hecho un facha. En las últimas elecciones generales votó a… ¡Vox! Sí, ¡a Vox! ¡A la extrema derecha!
Hemos estado sin hablarnos dos semanas. Al final me mandó un SMS para quedar en una cafetería. Después de hablar del tema, no sin cierta tirantez por mi parte, nos hemos dado una oportunidad a condición de que reconsidere su actitud.
Mi novio, que está loquito por mi cuerpo e inteligencia, todo hay que decirlo, ha prometido no volver a hablar más de José Antonio, del que lo ignoro todo porque estudié con la Logse. También ha jurado ver TVE, La Sexta y Telecinco todos los días; oír la cadena Ser y a Julia Otero, y leer el diario El País. Dice que hará todo lo que sea necesario (incluso acudir a un acto de Podemos contra la monarquía) para recuperar mi amor.
Creo que me habla con sinceridad y que está convencido de su error. De hecho, desde nuestro encuentro en la cafetería no ha vuelto a ponerse la pulsera ni ha pisado una iglesia. De sus labios no ha salido la palabra “España”, lo que me tranquiliza. Y cuando sale el asunto catalán (del que comienzo a estar un poco harta, lo admito), me dice, en un tono muy serio: “Estela, amor mío, es muy conveniente reformar la Constitución para avanzar hacia un marco confederal que reconozca las diferentes identidades nacionales dentro del Estado español”.
Como no he entendido nada de lo que me ha dicho, le doy un beso en los labios para salir del paso. Y el muy tontito me sonríe creyéndose que me tiene otra vez en el bote.