MURCIA. Me cuenta Marta Rebón que el argumento de El Maestro y Margarita es difícilmente explicable: es tal la complejidad de la trama que definirlo sería, de algún modo, mermar su colosal talento. Tal vez sí podamos decir que este clásico ruso es sátira política a la Rusia soviética, mezclada con los planes quinquenales de Stalin, la Judea del siglo I y el amor por el género fantástico. La editorial Navona edita de nuevo este clásico con una nueva traducción de Marta Rebón, una de las mejores traductoras de nuestro país y una exquisita escritora -así se demuestra en su libro En la ciudad líquida, publicado en Caballo de Troya-. Con ella hablamos del misterio de una novela que soporta mejor que ninguna otra el paso del tiempo.
-Has dicho en alguna ocasión que El Maestro y Margarita es una de las obras más complejas de traducir en la historia de la literatura eslava, ¿por qué?
-En la complejidad de esta novela se entretejen muchos aspectos que conforman una maravillosa maraña difícil de desligar. Por un lado, abundan los sovietismos, palabras que se refieren a objetos, fenómenos y conceptos propios de la era estalinista. La trama que se desarrolla en el Jerusalén donde Jesús fue crucificado, sin embargo, no es menos abrumadora en cuanto a léxico y estructura. Bulgákov llevó a cabo una investigación muy exhaustiva para impregnarse de todos los detalles de la época: la vestimenta, la comida y la bebida, festividades, costumbres, las lenguas que hablaba Jesús, la arquitectura de Jerusalén, etc. Toda la novela, además, está repleta de alusiones constantes a otras obras, no solo rusas, y no solo literarias, sino también musicales. Bulgákov era un apasionado de la ópera y del teatro, y eso se va descubriendo a lo largo de los capítulos. (Esta edición va acompañada de cincuenta páginas de notas en las que los lectores a los que les apetezca profundizar encontrarán datos interesantes). Los componentes fantásticos añaden nuevas capas de dificultad. En suma, hay una combinación de varias tradiciones históricas, culturales y religiosas, así como diferentes estratos estilísticos y lingüísticos, y todo ello está atravesado por su visión satírica de la vida en el Moscú de la década de 1930. Lo que empezó como unas reflexiones del autor, en 1928, sobre la compleja situación de la religión cristiana en tiempos del comunismo soviético representó el inicio de un proyecto que le llevaría a tomar un sinfín de apuntes y leer una larga lista de libros, y que tardó más de una década en convertirse en la novela tal como la conocemos hoy.
-Esta traducción llega 6 años después de la que hiciste para Nevsky. ¿Qué elementos diferenciadores vamos a encontrar entre una y otra traducción?
Toda traducción es una aproximación y fruto, también, de sus circunstancias. En la ocasión anterior conté con un plazo de tiempo que a mí me pareció sumamente corto dadas la envergadura y la magnitud de este título. Aunque quedé más o menos satisfecha en general y obtuvo buena acogida entre los lectores, cuando Pere Sureda, el editor de Navona, me propuso publicarla en su editorial, acepté con la condición de revisarla (algo que siempre pido, por lo demás, en estas situaciones). Lo que ocurrió con esta novela fue una diablura. Desde el cotejo de la primera frase empecé a cambiar muchas cosas, y me vi arrastrada de forma natural a una nueva traducción. Lo que se encontrarán los lectores, pues, es una aproximación que, gracias a haber contado con más tiempo para ahondar en el texto y consultar fuentes y bibliografía, considero más perspicaz, atinada y fiel.
-La intrahistoria de la propia novela merecería un relato: ¿es cierto, por ejemplo, que Bulgákov quema el primer manuscrito y después lo reescribe casi de memoria?
-Cuando prohíben la representación de su obra sobre Molière, le causa tal frustración que quema varios manuscritos. Se lo comenta en una carta al propio Stalin en 1930: “yo, con mis propias manos, he arrojado al fuego el borrador de una novela sobre el diablo”. Además, le pide permiso para abandonar el país. Este acto de “mutilación” de su obra se reproduce luego en la novela, cuando el Maestro le cuenta a Iván cómo destruyó sus cuadernos en la estufa. A los aficionados a la literatura rusa esto les evocará el gesto desesperado de Nikolái Gógol que, pocos días antes de morir, en 1852, quemó los borradores de la segunda y tercera partes de Las almas muertas. Entre 1932 y 1936, Bulgákov redacta un segundo borrador, completo, de la novela. Es un momento de gran felicidad personal, porque se ha casado con su tercera y última mujer, que será la albacea de su obra. Le escribe a un amigo: “Un demonio se ha apoderado de mí. He garabateado hoja tras hoja de la novela que destruí hace tres años”. No dejará de reescribir la novela, en varios borradores (se han contado seis) hasta que muera prácticamente ciego, sin tener tiempo de completar la revisión final, en 1940.
-Parece que la biografía de Bulgákov se escapa de la norma de otros escritores rusos coetáneos: falleció en la cama de su dormitorio por causas naturales; no sufrió encarcelamiento, no compareció ante ningún tribunal y no fue arrestado ni una sola vez. ¿Tan raro era esto en la década de los años 20, 30 y 40?
-Hay otros escritores, como Bulgákov, que vivieron una suerte de exilio interior, que fueron relegados al ostracismo y tuvieron dificultades materiales para subsistir: pienso en Pasternak o Ajmátova, por ejemplo, cuyas obras también fueron silenciadas.
-El propio Stalin se declaraba admirador de Bulgákov y fue a ver sus obras al teatro, ¿verdad?
-Sí, se cuenta que asistió hasta quince veces a ver Los días de los Turbín. No hay que olvidar que Stalin consideraba a los escritores soviéticos “ingenieros del alma” que con cuyo trabajo debían contribuir a difundir las ideas soviéticas. Para él, Bulgákov era un autor que incurría en defectos ideológicos, porque, en términos del propio Stalin en referencia a una de sus obras, trataba de evocar piedad hacia sectores de la comunidad de emigrados antisoviéticos. En 1938, el MAT [Teatro de Arte de Moscú] encargó a Bulgákov una obra inspirada en Stalin (en particular, de su juventud en el Cáucaso), con motivo de su cumpleaños. Después de leerla, Stalin la rechazó. Con Bulgákov, Stalin practicó la estrategia del palo y la zanahoria. Opinaba sobre sus obras, iba a verlas, le llamó personalmente por teléfono, le facilitó trabajo en el mundo del teatro, preguntaba por él, le hacía promesas, pero luego las obras de Bulgákov caían de la cartelera, no contestaba sus cartas… Una situación que al escritor le generaba, además de mucha ansiedad, falsas expectativas.
-La figura del diablo es intrínsecamente literaria, creo yo: ¿sería Fausto el antecedente más claro de esta novela?
-Sí, y no solo el literario, sino también el musical de Charles Gounod, cuya ópera fue a ver multitud de veces en Kiev.
-Algunas de las palabras de Bulgákov en 1939 resuenan especialmente modernas hoy. Por ejemplo, esto que le escribe al gobierno de la URSS: “La lucha contra la censura, de cualquier tipo y bajo cualquier gobierno, es mi deber como escritor, tanto como lo es apelar por la libertad de prensa”.
-Decía que, si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se parecería a un pez que asegurara que el agua no le es imprescindible. Bulgákov no entendía el arte sin libertad de expresión, el arte que se amolda al poder. Y lo mismo para la prensa, en la que colaboró en sus inicios como escritor. En este sentido, su compromiso ético era total. En El Maestro y Margarita encontramos una crítica despiadada a los escritores que no dudaban en ponerse al servicio del poder a cambio de dádivas. Si hay que creer en la justicia poética, la historia de la literatura no recuerda a ninguno de esos escritores de segunda o de tercera a quienes no les importaba señalar públicamente a los que no querían entonar la canción oficial de turno, pero sí, en cambio, a los que fueron fieles a su propio credo: Shalámov, Grossman, Bulgákov, Pasternak, Bábel, Tsvietáieva, etc.