MURCIA. Acaba de inaugurarse en el precioso Museo Benlliure una exposición sobre el artista valenciano Vicente March (1859-1927), un pintor injustamente desconocido a nivel popular, aunque en su día tuvo un enorme éxito comercial y de crítica a nivel europeo, con su preciosista pintura de temas costumbristas que funcionaban estupendamente en las casas de la burguesía de entonces. Es una de esas exposiciones que me gustan especialmente porque tienen como misión rescatar o evitar que nos olvidemos de nuestros grandes artistas, que como decía en el artículo anterior, (y ha sido una casualidad la coincidencia con esta muestra), fueron grandes en número y en calidad, constituyendo lo que podríamos denominar Segundo Siglo de Oro del arte valenciano. En el caso de March, ya les adelanto que la exposición les va a sorprender muy gratamente y, a la vez, les va a hacer reflexionar sobre el hecho, claramente injusto, de que hoy sea un artista tan poco conocido; un tema apasionante, el del paso del tiempo sobre la obra de muchos artistas de gran nivel, que daría para una amena tertulia.
Pero nuestro tema de hoy, y a March le afecta puesto que tuvo una relación con Italia muy intensa desde su periodo de formación, es el de los pensionados en Roma. El crítico italiano de la época Diego Angeli afirmó que durante el período que abarca las dos décadas que van desde el 1865 y el 1885 los pintores españoles fueron los “árbitros del ambiente pictórico romano”. Ojo a la afirmación. Hasta tal punto tuvieron éxito nuestros artistas en aquella ciudad que monopolizaron la mayor parte del mercado extranjero, y tanto fue así que los italianos se vieron en la necesidad de crear nuevas escuelas para contrarrestar el éxito hispano. En el interesante libro dedicado a March publicado en 2020 por Adrián Espí Valdés se hace una relación de las más de treinta galerías y marchantes extranjeras que trabajaban con el pintor: su obra viajaba a Hamburgo, Munich, Londres, Berlín París, Roma, Dresden o Zurich. Casi nada.
La importancia de los españoles en Roma era tal que incluso los monarcas visitaban las exposiciones que se organizaban en torno a los pensionados españoles en la ciudad del Coliseo. Para muchos artistas valencianos el recorrido profesional soñado comenzaba en la academia de San Carlos, después de ello, a ser posible, una ampliación de la formación en la de San Fernando en Madrid y, de paso, trabajar en las salas del Museo del Prado delante las obras icónicas que sólo conocían por copias o grabados. Después de ello muchos realizaban los ejercicios para obtener una pensión o beca para ir y permanecer en Roma durante tres años; unas pensiones que eran una necesidad en muchos casos porque la mayoría carecía de los medios económicos para aquel viaje y estancia. Aquí venía lo difícil porque los candidatos eran muchos y los que la obtenían escasos, muy escasos, tras la realización de varios ejercicios de gran exigencia: una academia del natural durante varias sesiones de otras tantas horas cada una, y un tema histórico que debía llevarse al lienzo. Cuando March se presenta lo hacen también un buen puñado de artistas, algunos tan buenos como él. El principal inconveniente para nuestro pintor es que por entonces tenía apenas diecisiete años. Aun así, quedó segundo que es todo un éxito, aunque quedó fuera de la beca. Sólo la ganaba el primero. El pensionado lo obtiene un tal Ignacio Pinazo Camarlench. Nada que objetar. A pesar de la decepción, March estaba tan decidido en viajar a Italia, que decide hacerlo por su cuenta y riesgo. Si no se ganaba la beca, y no se tenía la capacidad económica para el viaje, la tercera de las vía posible era obtener la financiación a través de un mecenas particular que ponía su confianza en el artista y al que el pintor le correspondía con el envío de un determinado número de obras al año.
Como decía antes, el grupo de artistas de las escuelas artísticas más importantes de la España del momento (Andaluza, Catalana, Madrileña, Valenciana…) era el más numeroso en Roma, lo que “obligó” a crear una Academia de Bellas Artes española en la ciudad. Esto se produce en 1873 por obra y gracia del ministro Soler Plá, y que se ubicó físicamente en la iglesia diseñada por Bramante de San Pietro in Montorio. Se abrió en 1881 tras una adecuación del lugar.
Hay algo de lo que podemos estar orgullosos en una España con tantos problemas de toda índole y tan convulsa políticamente como la del siglo XIX: tal como me dio a conocer el experto en el arte español de la segunda mitad del siglo XIX el norteamericano Micah Christensen, el programa de becas del Gobierno de la nación o de las Diputaciones, que ayudó a tantos artistas con vidas absolutamente misérrimas, y que se instauró en la España de la segunda mitad del siglo XIX, fue de los más importantes de la Europa del momento, lo que produjo un fenómeno curioso: el porcentaje de premios otorgados en los principales certámenes que se celebraban en las capitales europeas a los pintores y escultores españoles, era muy superior al porcentaje de artistas patrios en el global de los pintores que había en Europa, lo que certificaba el éxito de estos programas de becas para formarse. Otro asunto para la reflexión. Como ejemplo más relevante en la Escuela Valenciana, gracias a este programa de pensionados tenemos a un Joaquín Sorolla huérfano de padre y madre (fallecidos ambos de cólera) desde la infancia, acogido por sus tíos que regentaban una cerrajería, y que de no haber ganado la beca de su año, no habría podido ni plantearse una formación más allá de Valencia, que era esencial para su desarrollo como artista.
El viaje hasta Roma duraba un tiempo, en ocasiones dos o tres meses, pues los becados iban deteniéndose en los museos de las ciudades que encontraban a su paso para ir empapándose de arte. Una vez en la capital del Lacio los becados buscaban un alojamiento entre las diversas academias existentes: la española, la academia de San Luca, la Francesa o el Centro Internacional de Arte entre otras. De estar llenas alquilaban habitaciones en casas particulares. La Academia Francesa era especialmente exigente y sirvió de modelo para la española. Los becados recibían una cantidad bastante modesta y tenían que apañarse con ella, es decir: hospedaje, manutención, materiales de pintura, viajes… y sus vicios.
Uno de los artistas que más influyó en el resto de becados en Roma fue el eximio pintor Mariano Fortuny. Su influjo en los demás compañeros de profesión no sólo se ponía de manifiesto en lo puramente artístico, sino incluso lo fue a la hora de decorar sus estudios. Fortuny era un gran coleccionista amante de las antigüedades de todas las épocas, y sus espacios de trabajo estaban presididos por el horror vacui. Esta decoración tan particular era incluida habitualmente como fondo escenográfico de sus pinturas: cerámicas, armas, telas, esculturas… motivos que empezaron a utilizar también otros artistas en sus interiores. Estos elementos, además, servían como aprendizaje o en otros casos demostración de virtuosismo, a la hora de reflejar las diferentes texturas y superficies de cada pieza. Podemos disfrutar de esta moda de decorar los estudios con toda índole de piezas antiguas, si visitamos los “ateliers” de los artistas que han quedado para su visita como el de Joaquín Sorolla en su casa-museo en Madrid o mucho más cerca el la Casa-Museo Benlliure, lo que nos lleva al principio de nuestro artículo de hoy.