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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Llámame por mi nombre, si lo encuentras

7/06/2021 - 

MURCIA. Al teléfono, su voz joven y resonante desafía la imagen mental de una psiquiatra que estuvo implicada en los primeros años de Bétera, los años de la ruptura. María Huertas acaba de publicar  Nueve nombres (Ed. Cultura Temporal) y lo ha hecho décadas después de oír a estas nueve mujeres contar su historia. Ya no son productos de manicomio, sólo los crea su memoria. Nueve relatos escritos a pleno pulmón, sin acceso a archivos, en una pedanía de nueve habitantes donde la antigua doctora de Internamiento B ha pasado el confinamiento.

María. Blanquita. Ana. La primera internada por madre soltera, un hijo del amo y otro del novio. Vergüenzas para tapar. Su desconsuelo al saber que el novio había muerto se hizo demasiado vistoso, la condenaría a tres décadas de encierro. 

"Ahora sé que el espectro que vi gravitar por aquellas fotos no era la joven María, sino yo misma"

Corría el 2014 cuando la conocí. Ella se acababa de jubilar y yo atacaba mi segunda novela. Las instantáneas donde había visto a Huertas eran borrosas, mal tomadas, y conservaban el sepia de los 70. Eran fotos de la reforma, cuando nadie pensaba que fotografiar a un enfermo exigía un permiso especial. La sociedad inclusiva estaba en pañales. María se asomaba en cada escena del álbum desde sus veinte, con unos ojos suaves, castaños, accesibles, encendidos por un entusiasmo templado, hecho para perdurar. No parecía una revolucionaria inflamada, más bien una joven tibia, flexible, de una tenacidad  madura para sus veintipocos. Recuerdo la crónica visual, momentos del equipo en plena celebración, una fiesta del orgullo gay insólita para la época, los rostros de las enfermas con o sin pintura en la cara. El equipo bullía siempre mezclado entre todas ellas. Al fondo, el ladrillo caravista de los pabellones con el mismo color escayola que recuerdo de mi viejo colegio público (una construcción de aquél periodo). 

Expedientes de treinta años en Jesús podían ocupar cinco folios. A veces parecían sordas porque no se giraban al oír su nombre: alguien lo había escrito mal en la ficha. 

En el 74, la Diputación metió a centenares de internos del sanatorio de Jesús en autobuses. Dejaban atrás un edificio centenario y sórdido en el que se apiñaban más de mil almas. Muchos llevaban décadas sin ver la calle, desconocían el teléfono, el escándalo Watergate, el festival de Eurovisión o la OPEP. Viajaban hacia los nuevos pabellones de Bétera, el flamante psiquiátrico del desarrollismo tardofranquista. A la manera valenciana, se hablaba del “Mayor de Europa”. Pero nadie les había explicado dónde iban. 

Detalles como éste los conocí durante mis entrevistas sobre el célebre psiquiátrico y su cierre. De cada nombre surgían diez. Todos los protagonistas de la reforma tenían cierta ansiedad de que me nutriera de la historia de forma coral, como si faltara a la verdad centrándome en uno de ellos. O, más inquietante todavía, como si nadie quisiera verse a solas con el peso de confesar las sombras de la historia. Mantenían vivo su viejo sentimiento corporativo, la red que formaron hace años y en la que yo parecía haber levantado expectativas desde que había hablado del proyecto. Hay tan pocas páginas sobre el tema. “Me dijeron que me llamarías, fulano me comentó, mengano también espera…” Notaba una herida abierta en todos ellos, un sordo recelo acerca de lo que iba a contar en mi libro. Pero estos equipos crearon personas de la nada y es lo que debe prevalecer. Las lobotomías, los choques, las sujeciones de castigo, son lo que no hallará quien busque morbo en los relatos de María Huertas.  

Ni edad, ni apellido, ni fotografías o posesión alguna, ni cartas de la familia. El puro recuerdo y a veces convertido en un hilo doloroso, una estampa evanescente, una nada.

A medida que me documentaba, entendí mejor la cautela con la que estaba siendo tratada. Se soportó mucho ataque desde la prensa, al pueblo de Bétera se le había dicho que la convivencia sería fácil y no lo era; una leyenda negra se extendió cargada de sensacionalismo y también, para qué negarlo, de los errores acumulados. Pero el retrato del momento sigue mereciendo la pena. Años inaugurales, una catarsis camuflada entre el ruido y el delirio de un país que se reinventaba, como las internas de Nueve Nombres. Cuando todo el mundo está loco, dijo Samuelson, estar cuerdo es una locura, ¿quizá también para el loquero que permanece a su lado? Se les ofrecía democracia a los internos cuando fuera del recinto nadie sabía aún qué era eso. 

“El trabajo fue escucharlos”, me vuelve a decir hoy María Huertas cuando la felicito por el libro y le digo que sí, que lo reseñaré con gusto. Ocho años después, ella ha sido más rápida que yo en publicar el suyo. Desea dejar de ser psiquiatra, cerrar por fin su militancia, y ella misma está asombrada de haber narrado el mismo principio. “Son mujeres que rehicieron su vida ─vuelve a decirme en la mañana en que me dedica su libro, su proyecto vital. Para nosotros no fue un trabajo técnico sino humanitario, sin teoría psiquiátrica a ningún nivel. Es vital que se vuelvan a escuchar sus historias”

El álbum de fotos contiene a María, a Ramón García, a Cándido Polo, a Manolo Gómez. No son nueve nombres sino una lista inabarcable. Sus caras, su empuje y sus veinte años en sepia volvieron varias noches a mi duermevela cuando empecé a seguir su pista. Visitaban mis sueños. Ramón García no posaba, pero estaba siempre ahí. Omnipresente. Tenía la viveza de una ardilla en los ojos, la melena abundante y la barba castaña. El objetivo lo atrapaba en algún margen del encuadre y no parecía hacer ruido, pero encabezaba Psiquiatría Democrática, la plataforma para la ruptura en nuestro país. Fue el libertario que más lejos llevó la experiencia y al que todos perseguían para que les presentara a Basaglia, el líder de Trieste. Cuando llegó a Bétera se había ganado ya un despido improcedente en San Pau tras sacar a las internas de excursión por Barcelona, entre otras fechorías.

Apenas retirado el tratamiento, María empezaría a dar cuenta de su historia. Centenares de no enfermos como ella (homosexuales, disidentes, parias, madres solteras…) dejaron Bétera en cuestión de año y medio. A María le esperaba una hermana, dos hijas y un hombre dispuesto a quererla.

Ahora sé que el espectro que vi gravitar por aquellas fotos no era la joven María, sino yo misma. Caminaba casi corpórea entre el olor del sándalo y el pachuli, fumando petas mientras sonaba Pink Floyd en casa de Ramón, agachándome para posar junto a esas mujeres que se acuclillaban contra la tapia de ladrillos y levantaban una mirada feroz a la cámara. 

Escribir precisa ese viaje, ese tirón transpersonal, el testigo fantasma en el que se ve uno convertido. Las fotos y relatos de Huertas se mezclaron en mi retina con las imágenes familiares de aquellos años setenta. Mis redondeces de bebé junto a las patillacas de mi padre o la desmesura de mi madre dentro de una camisa de dibujos psicodélicos. Mirando al pajarito con el ímpetu de la juventud que hoy no tienen, que ni yo misma conservo. ¿Dónde queda ese brillo con el paso de los años? ¿Precipita en algún lugar? Ojalá sea en la vida que inventaron estas mujeres desde el punto cero.  

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