MURCIA. Responda sin ver la chuleta: ¿cuántos grupos hay en el ‘Top 50: España’ de Spotify? La frase que ahora lee está escrita para darle el tiempo necesario hasta la solución, aunque si cree que la lista más influyente para la industria discográfica es la de una emisora de radio, es probable que esté demasiado perdido ante la respuesta [….y volvemos del lapso al contenido]. Efectivamente, ningún grupo. Ni uno, ni dos, ni diez. Las 50 canciones más escuchadas en este momento en la plataforma hegemónica para milennials y centennials refleja que el 100% de la música más escuchada en España corresponde a solistas. Eso sí, bajo la extendida cultura de la colaboración (featuring, aunque la hagan dos castellanoparlantes), porque de las 50, solo 12 tienen como única protagonista a una mujer o a un hombre.
Continuamos con otra prueba empírica que justifique los siguientes párrafos. Déjenme que les proponga una fecha aleatoria, como la de mi nacimiento. En esta ocasión, en tiempos previos al algoritmo, retrocedamos hasta 1985 para comprobar cuántos grupos ocupaban –entonces sí– la lista de Los 40 Principales. No escogeremos una semana, sino la suma de los cincuenta artistas que ocuparon el preciado número uno a lo largo del año. Responda sin ver la chuleta: ¿cuántos grupos cabían en esa lista de éxitos española preinternet? La mitad, matemático. Las bandas, lo que nuestras abuelas llamaban conjuntos musicales, llenaban los escenarios físicamente. Estar en un una banda, desde hacía unas décadas, era un acto tribal deseable. Era tecnológicamente imprescindible, salvo para cantautores. Era económicamente razonable, salvo para los nacidos en casas pudientes.
“La mayoría de jóvenes no están entusiasmados por la música ‘de bandas’ en un sentido tradicional: grupos de chavales con guitarras. Y eso se refleja en la cantidad de reproducciones que tienen estas bandas [en las plataformas de streaming]. Eso impacta en lo que luego crean los jóvenes con talento”, según Ben Mortimer, copresidente de Polydor Records y el tipo que descubrió a Haim o Years & Years. Este cazador de talentos es una de las voces más lúcidas del reciente reportaje de The Guardian que fija esta misma situación en el ámbito anglófono. “Si eres joven […], te enfrentas a una elección. Si sigues el camino de la banda, necesitas encontrar compañeros con una visión similar, instrumentos y equipos caros, y salir a la carretera a perfeccionar tu oficio. Por otro lado, puedes descargar Ableton (uno de los software más extendidos para la producción musical), cerrar la puerta de tu dormitorio y empezar a crear de inmediato”. Esa es la palabra, inmediato.
Mortimer asegura que “la cultura está moldeada por la tecnología”, pero ahora también lo está por la pandemia. Uno de los géneros más extendidos, el que es capaz de conectar a talentos tan distintos en España como Natalia Lacunza, Confeti de Odio o la valenciana Laborde, es el bedroom pop. Y esta categoría en alza tiene todo que ver con un año a la sombra cívica por parte de los creadores menores de 25. El impacto en la interrupción de ritos como la visita grupal al local de ensayo, las salas de conciertos pequeñas donde se gesta la base de una escena musical y la desaparición de los festivales (con lo que supone económicamente para todo el sistema), también incluye consecuencias creativas, históricas y profundamente generacionales. Una interrupción inédita que sabe a la gota que colma un vaso entre dos mundos –pre y postcovid, pre y post edad adulta– llamados a no entenderse. ¿Estamos ante una absoluta interrupción de la cultura compartida entre padres, hermanas, tías o sobrinos? ¿Está fluyendo exactamente como entre las generaciones anteriores ese tránsito de ‘contenidos’ o la virtualización a desvirtualizado la mención familiar?
En la segunda temporada de Succession (HBO), Kendall Roy, el heredero de un imperio mediático global, trata de ganarse la simpatía de algunos de los responsables del diario digital y milennial que ¿caricaturiza a Vice? Les dice algo así como, “sé cómo funciona esto: si vas solo, llegarás rápido; si vas acompañado, llegarás lejos”. Sin embargo, esta reflexión de perogrullo propia de Kendall no pareció precupar en lo más mínimo a las reinas del trap. El género que dominó a la juventud en la pasada década se solidificó sola y exclusivamente a través de marcas personales: La Zowi, Nathy Peluso, Ms. Nina, Bad Gyal, Albanay y un largo etcétera. Ni a ellas ni a los los cientos de músicos que, sin distinción con cualquier predecesora, actúan por imitación. Todo se fía a un relato personalísimo: la persona pasa a ser indistinguible del hecho producto (a menudo, con su nombre de pila. Lo que haga falta por la inasible autenticidad). Todo por la marca personal que, de entre los mantras más boyantes del marketing contemporáneo, es el que mejor parece encajar con la quincuagésima reconversión de la industria musical en lo que va de siglo.
El totalitarismo del solista es un síntoma cultural y es difícilmente distinguible entre causa o consecuencia de la pantalla vertical. Hubo un tiempo en el que una imagen cuadriculada exigía cierto acompañamiento. No digamos cuando los escenarios necesitaban ser cada vez más anchos para atender a cada vez más público y asistimos a extensiones orquestales de grupos pop. ¿Musicalmente? Injustificadas. ¿Estéticamente? En el canon. Pero ahora lo individual, lo vertical, lo rectilíneo domina una transmisión de conocimientos que ha de ser rápida, efectiva. Las leyes del storytelling exigen concreción y la dispersión de relatos en una banda es siempre menos maleable por quien acompaña a un proyecto (y por las marcas que lo patrocinan). Le sobran la sota y el caballo al rey de la pista que se adapta tecnológicamente al momento y sobrevive a las circunstancias pandémicas, qué duda cabe. ¿Pero hasta dónde cala la imposición de un relato individualizado? ¿Tienen audiencia las visiones corales de la experiencia vital? ¿Se puede medir la frustración de las marcas andantes que no alcanzarán la cima del nuevo canon social: existencia es igual a éxito personal (cuantificable y viralizado)?
“60 millones de personas tienen más de un millón de seguidores en Instagram”, según los datos de Sarah Frier. Nunca el politeísmo cultural estuvo tan abarrotado y por eso hemos de asumir que el mensaje directo, la historia de tu a tu, está en la base del fin de nuestra identidad exclusivamente física. Hemos dado paso –justo en esas Condiciones de Uso que aceptamos sin mirar– a la dualidad virtual. Lo que debemos aceptar es que, como como ya sucediera con generaciones de jóvenes anteriores, su exposición en los medios por las leyes de la atracción nos acaba influyendo a todos. Y así es como cuesta distinguir en una latitud aparentemente tan vintage como la televisiva que Salvados (el anterior Salvados) se ha transformado en Lo de Évole, donde el bastión periodístico ya apunta a un relato único y personificado en cada nueva entrega. Un ser solo, un relato personal solo, no va más. De otra manera, TVE confía el rescate de la opinión pública matinal a la marca personal de Jesús Cintora. Un clavo ardiendo, no va más. Y así podríamos seguir con la panorámica (¡qué concepto tan anacrónico, verdad?) escuchando a locutores y locutoras de radio que, abandonando de manera repentina a las grandes cadenas comerciales, se abren paso en el podcast, pasan horas en Clubhouse e intuyen el caótico mundo mediático que se aviene: las personas-medio. Sálvese quien queda.
La sustitución de grupos por solistas es un hecho cultural, pero va más allá de la música. Posiblemente desparecerá por futuras circunstancias, por el efecto péndulo más repetido en la Historia: romper con lo establecido. Entonces, los que queden estudiarán si esta era de millones de átomos resplandecientes fue social o intelectualmente nutritiva. A corto plazo, no descartemos el hartazgo de ver cómo tratan de mantenerse siempre actualizadas millones de marcas personales llamadas a vivir 100 años. Porque otra cosa no tendrán en común, pero el modo de vida healthy, sí. Un alivio. Apetece, de vez en cuando, alguna causa colectiva. Por los viejos tiempos.