La generación actual será, inevitablemente, la de la pandemia de Covid; la que vivió el cierre del ocio nocturno y experimentó un aislamiento social desconocido en el último siglo. Paradójicamente, ahora se cumplen cuarenta años de la aparición de otro virus que se convirtió en epidemia específica gay, aunque no sólo afectó al colectivo, el VIH. Su irrupción y la huella que dejó en la sociedad son el 'leit motiv' de una miniserie que aspira a convertirse en referencia de culto: 'It’s a Sin'. El retrato de la sociedad británica de 1980 se desmonta ante el descubrimiento del virus como un arma de doble filo hacia los homosexuales, justo cuando empezaban a normalizar su presencia en la vida pública de las ciudades. La enfermedad más cruel etiquetó, estigmatizó a los gays más jóvenes y los sometió a dogmas de moral que perviven
MURCIA. Para la sociología, una generación es la etapa enmarcada en varias décadas en las que la gente comparte sucesos importantes y asimila acontecimientos que obligan a adaptarse a cambios, a nuevos tiempos. Los hombres gays nacidos entre 1950 y 1970 sufrieron una lacra que sesgó el sueño de visibilizar y normalizar una orientación sexual disidente, en un momento muy proclive a los cambios. Cuando en Londres ya existían discotecas destinadas a un público homosexual, cuando personalidades visibles no tuvieron ningún miedo a hablar de su sexualidad, cuando se apagó la violencia y la política empezó a tener en cuenta las aspiraciones del colectivo, llegó una enfermedad extraña (los medios de comunicación lo llamaron el cáncer de los homosexuales, o el cáncer rosa) que se cebó con los hombres gays desde el año 1981, cuando se documenta el primer caso en el mundo de VIH/sida.
Ese momento aparece fotografiado con toda magnificencia en las primeras secuencias de la serie It’s a Sin, cinco capítulos estrenados en HBO, dirigidos por Peter Hoar y con guion de Russell T. Davis (especialista en lenguaje queer en televisión). La producción está emocionando y provocando mucha complicidad entre el público del colectivo LGTBIQ. Y es que se cumplen cuatro décadas de las primeras muertes por VIH-sida; mientras la sociedad actual olvida los riesgos de una enfermedad que sigue matando, y acabó con la vida de cerca de 820.000 personas en 2020 en todo el mundo. Una enfermedad vírica, de transmisión esencialmente sexual, y no solo de hombres, que hoy cuenta con tratamientos antirretrovirales. Y con ello, prácticamente ha desaparecido como un problema social.
Hoy tenemos mucha información; sabemos la diferencia entre el virus —el VIH— y la enfermedad, el sida. Sabemos que una persona seropositiva es que ha desarrollado anticuerpos, pero no necesariamente desarrolla afecciones. Todo este lenguaje ahora nos parece muy accesible; al contrario de lo que sucedía a finales de los años 80, cuando en España aparecieron campañas informativas como ‘SIDA, NoDa’ o el ‘Póntelo, pónselo’. Algunas inserciones en horarios de máxima audiencia televisiva llegaron a ser paralizadas por la Audiencia Nacional tras denuncias de la Iglesia y sus asociaciones, como la Concapa. Precisamente el dogma eclesiástico ha sido un lastre en los avances del colectivo LGTB. El camino de las libertades sexuales siempre ha encontrado piedras por el camino de mano de la religión y sus diferentes formas de participación en la vida pública; marcajes de moral en foros de aprendizaje.
It’s a Sin (Es pecado) también habla de la magnitud ideológica de una sociedad que utilizó la aparición del virus para estigmatizar al colectivo, señalar y culpabilizar. El protagonista de la serie, Ritchie, interpretado por el joven actor (y también líder del grupo musical Years & Years) Olly Alexander (1990), se muestra enfrontado a una moral conservadora. A diferencia de la gran ciudad donde reside y se divierte con su entorno de amistades, Londres, que supuso una oportunidad de crecimiento vital, se siente intimidad en su pequeño pueblo, de la Isla de Wight, conturbado por la tradición catolicista. Esa división entre libertad y conservadurismo forma un diagrama que desarrolla el metraje reflejando en un espejo LTGB a la sociedad europea del momento. España veía entonces desde lo lejos atisbos de un avance social, pero no fue ajena a la lacra que dejó el virus entre hombres homosexuales.
De hecho, en España el primer caso registrado también apareció en 1981, en el Hospital Vall d’Hebron de Barcelona; un hombre diagnosticado inicialmente con un extraño cáncer de piel. Pero hasta el año siguiente no se le puso nombre a la afección, el sida. Se conocían los síntomas, que afectaban al sistema inmunológico y a veces derivaban en infecciones y linfomas que cuando alcanzaban gravedad resultaban irreversibles, llevando lentamente a la muerte del paciente. En 1983 finalmente se catalogó el virus como VIH y el gobierno promocionó campañas de prevención. Los primeros anuncios televisivos no llegaron hasta 1988, que se convirtieron luego en posters para colegios, universidades y farmacias; ya se hablaba de VIH con normalidad y se popularizó el uso del condón en todas las relaciones sexuales. Se repartían en los institutos, entre asociaciones juveniles.
Todo lo que ocurrió en esos momentos, incluso la extrañeza de la colocación de un preservativo durante las relaciones sexuales, aparece en It’s a Sin, sumergido en la sociedad inglesa, sugiriendo a través personajes de ficción la diversidad sexual que se empezaba a empoderar, en un momento concreto de una generación que todavía vive. Aunque para los milenial posiblemente sea una distopía y subversión para tratarse del siglo XX. Realmente la narración audiovisual muestra un sesgo, una realidad paralela, porque admitir una sexualidad disidente en 1981 significa todavía ser rechazado de familias, de ofertas laborales, o incluso arriesgarse a ser arrestado. A esto solo había que sumar la estigmatización de un virus para aniquilar oportunidades, para volver a tener terrenos vedados.
La serie narra la doble lectura de los avances del colectivo; por una parte, la conexión y sociabilidad de los personajes: adorables, exuberantes de felicidad, de autoestima y bondad. Se expresan libremente, bailan, se nutren y fluyen. Una sociedad diversa donde interaccionan razas y culturas, la asimilación natural de los círculos más tolerantes, representados por la mejor amiga de Ritchie, Jill (interpretada por una brillante Lydia West) o su compleja relación de amistad y sexo con Ash (Nathaniel Curtis), que ponen de manifiesto la modernidad londinense, una capital de acogida, asimilada a la revolución de derechos pro LGTB que vivían Nueva York o París.
Durante la serie se se pueden sentir los pálpitos de la emoción que transmite el sufrimiento del colectivo, la complicidad compartida ante un fenómeno —como la pandemia actual— lleno de incertidumbre y de dolor. Cada capítulo resulta lacrimógeno, una confluencia de sensaciones que permite revivir el miedo, la incredulidad de la tragedia, el llanto al perder a alguien cercano, querido, amado. La fotografía trabaja de forma dolorosa la soledad de la muerte en cada contagio letal. Y es la muerte la que guarda conversaciones y silencios. ¿Era pecado? El título de la serie precisamente se acoge a expresiones de aquel momento. La canción que da nombre al guion, un single de Pet Shop Boys, giró en las discotecas desde 1987, burlando la moral retrógrada para clamar por las relaciones sexuales libres. Un año antes, desde España, otra canción, de Alaska y Dinarama, parecía responder al himno mundial de Lowe y Tennant con la afirmación cantada ‘No es pecado’, derivando también en una letra sobre diferentes tipos de amor, sobre el bien y el mal.
En definitiva, It’s a Sin habla de convicciones enfrentadas, y muestra el largo proceso que empezó a estigmatizar a los hombres gays desde las últimas décadas del pasado siglo, y que perviven en muchas culturas. Como si la aparición de un virus fuera un castigo para una conducta incorrecta ante la vida, como si la muerte fuera una redención de la culpa, o de esa duda que atormentó a toda una generación. Una serie resulta educativa y desgarradora por igual, un discurso que permitirá reafirmar el orgullo de todo un colectivo frente a las manifestaciones que cuestionen asuntos de moral en la experiencia sexual. La ignorancia de la costumbre, de lo rural, se devalúa ante personajes genuinos, llenos de emoción, que guardan universos de vivencias únicas, que se desdibujaban en sus últimos momentos desde la camilla de un hospital. Sus últimos minutos, de plena catarsis, resumen un debate que, por desgracia, seguirán reproduciendo las generaciones del futuro.