MURCIA. Hoy toca reflexión sobre un tema fascinante. El profesor Alan Bryman, fallecido en 2017, definía la disneyzación como el proceso mediante el cual los principios que rigen los parques temáticos están dominando cada vez más sectores de la sociedad americana así como del resto del mundo.
Creo que hay pocas dudas en cuanto al hecho de que el turismo volverá con la fuerza que mostraba antes de la pandemia. El ser humano es inasequible (por ahí he visto que también sirve “inaccesible”) al desaliento y, si todo sigue por el buen camino, en un par de años estaremos en la pelea de la cantidad y en el debate de la calidad. Hace unos días me llegaba una noticia que he hizo encender todas las alarmas sobre la llamada “disneyzación” de los museos y su irremediable llegada. Es decir, una suerte de transformación de los espacios museísticos en una especie de “no-lugares”, por medio de una mayor teatralización y… por ende ¿más experciencias y menos museos?. El Museo del Prado, nada menos, aseguraba a través de su jefe del Área de Desarrollo Digital, Javier Pantoja, que la propia pinacoteca ya se hallaba inmersa en este proceso que les equipara con los parques de atracciones y esa búsqueda de la “experiencia” para sus visitantes. Me llama la atención, y me preocupa, que Pantoja se pregunte “si es importante estar delante de las Meninas físicamente, en la sala 12 del Museo del Prado”. Añado por analogía ¿Es importante escuchar la Quinta de Mahler en directo con las grabaciones y equipos de reproducción que hoy tenemos?. Buf, plantearse estas cosas tan evidentes me aterra, pero cuando se reconocen las dudas desde dentro de la institución es que la cosa va en serio. Y yo me pregunto si los museos, tal como hoy son, aunque, ciertamente tengan su origen a principios del siglo XIX, sin variaciones demasiado relevantes, no significan, per se, toda una experiencia. Y me sigo preguntando si es preciso para su viabilidad futura, que nos “conduzcan” a través de nuestras emociones, como por los parques temáticos, para obtener de nosotros un mayor disfrute.
Parece que no se aprecia como un hecho virtuoso la realidad que consiste en que mientras que museos, edificios históricos o religiosos permanecen anclados en el tiempo, fuera de ellos el mundo cambia a una velocidad vertiginosa hacia un contexto cada vez más digital y menos físico. Se reconoce, por tanto, la caducidad de un modelo hasta ahora de éxito indiscutible. Esa experiencia consistente en viajar hacia atrás no se percibe ya como un logro, y lo que debemos hacer es subirnos también en el carro de la digitalización, sin tener claro siquiera hacia dónde vamos y dónde acaba esto, si es que tiene fin. El contraste entre lo que sucede entre los históricos muros, o incluso lo que “no sucede” sino que simplemente “está”, y la extremadamente dinámica vida de “ahí fuera” es cada vez mayor ya que mientras que el arte “permanece”, nuestro mundo del presente se precipita hacia no sé dónde. Vivimos tiempos en que la experiencia satisfactoria tiene que llegar a través de cosas y personas que “se mueven” en un modelo permanentemente dinámico y no en espacios en que simplemente “son”.
Sin embargo, parece que los museos, según lo que decía al principio, corren el riesgo de que decidan renunciar a su singularidad natural “de fabrica”, para seguir la senda de la cada vez mayor uniformidad en nuestro mundo, en el que todo se parece a todo. Insistiendo en esta idea, la diferencia de lo que percibía una persona por la calle en el siglo XIX y lo que podía sentir cuando penetraba entre los muros de una catedral gótica era a penas diferenciable más allá de la emoción por la belleza, pues el dentro y el fuera pertenecían a un mismo mundo, puramente analógico, de desenvolverse en la vida. Sin embargo, las cosas cambiaron a lo largo del siglo XX para dar un salto abismal en el XXI. El ser humano, hoy, se mueve a través de pantallas en su vida diaria y la visita a determinados lugares históricos significa en pocos minutos un cambio radical en su forma de observar y sentir, más todavía si no se permite el uso de dispositivos en estos lugares. Y ese contraste cada vez será mayor, salvo que ahora queramos llevar -transponer- el alienante mundo de ahí fuera, dentro de estos lugares “sagrados” del arte.
Habrá que preguntarse qué es lo que hay detrás de esa disneyzación “activa” de los museos. ¿Es la búsqueda desesperada del número? ¿de una vertiginosa carrera hacia el mayor número de visitantes aunque muchos de estos sean virtuales?. Me pregunto si los museos sienten cierta desconfianza en la fuerza que irradia el “material” que cuelga de sus paredes para verse en la necesidad de copiar lo que hacen los parques temáticos. Da la impresión de que los museos no confían en la fidelización de sus potenciales visitantes con las armas de las que ya disponen.
Sinceramente me preocupa esta tendencia y sus consecuencias. Hay museos que, ya hoy, producen tal cantidad de contenido y con tal cantidad de imagen y texto que ya debe haber quien de forma inconsciente haya renunciado a la visita física, lo que todos sabemos que es irremplazable. Yo cuando entro en un museo, en La Lonja o en una de nuestras iglesias me seduce la experiencia que supone “salir” por un rato del mundo que me toca vivir, lo quiera o no, todos los días. La experiencia ya está ahí desde hace siglos. ¿qué más experiencia hace falta? ¿tan adormecida tenemos la capacidad de sorprendernos que necesitamos que nos ayuden mediante un aderezo tecnológico inmersivo?
Creo que no hay que cerrar las puertas a la tecnología, pero esta nunca puede ser el fin. Los museos y espacios patrimoniales (y añadiría que los naturales) son una de los últimos reductos de la experiencia real, física, analógica. El contacto visual entre la obra de arte y el espectador nunca puede tener a la máquina como filtro interpuesto entre ambos. Nunca una reproducción en una pantalla puede equipararse a la emoción que se siente al estar ante la pintura misma.
Llevo observando algo desde hace un par o tres de años. Cada vez más gente joven se acerca a los escaparates de mi galería y lo mismo me comentan otros compañeros. Lo habitual es que no consuman, pero aprecio, y mucho, simplemente la observación curiosa por “lo diferente” que yo antes no percibía. Me aventuro a pensar que es la mirada de la novedad (vaya paradoja, la novedad por medio de las antigüedades), porque somos cada vez algo más novedoso, raro si quieren -y siempre estuvimos ahí- en una ciudad adormecida por las franquicias y la estandarización del comercio (starbuckización es otro término que se emplea). Si antes, hablo de décadas atrás, un anticuario vivía de alguna forma mimetizado con un entorno urbano parejo, por variado y atractivo, ahora emerge como algo que parece que “no encaja” y por ello atrae. Una nota disonante, extraña, pero que, sin embargo, salva la composición. Hace años un afamado arquitecto catalán definió el jardín del Turia cono una “extraordinaria anomalía”. Me ha saltado esa definición y pienso. La cuestión es ¿hasta cuándo?.