MURCIA. El reino vegetal, concepto siempre ambivalente, se revela como el nuevo oráculo. Su comportamiento sirve para predecir el mundo del futuro. Se ha sabido recientemente que las plantas echan más raíces si tienen competencia cerca, o lo que es lo mismo, arraigan menos cuando crecen en soledad. La conclusión se extrae de una investigación sobre la distribución de las raíces de las plantas que ha acaparado la portada de la revista Science de su número del 4 de diciembre. La publicación hubiera pasado desapercibida en la prensa española de no ser por lo que llamamos en las Ciencias de la Información el criterio de proximidad, es decir, que entre los firmantes del trabajo figuren investigadores o universidades cañís. Pero en este caso, como tantos otros entre los científicos patrios, se trata de una proximidad que se vive, y duele, en la lejanía.
No deja de ser curioso que, en la difusión del acontecimiento, los medios apenas se hayan hecho eco del nombre de los autores principales, a excepción de Fernando Valladares, investigador senior del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC), de referencia en la ecología y el ecologismo estatal, además de gran divulgador en redes con sus píldoras sobre emergencia climática y pandemia. Más allá de la esfera tuitera, no ha trascendido que el estudio nació de un Trabajo Final de Grado de la Facultad de Biología de la Universidad Complutense de Madrid, realizado por Aurora de Castro, ejerciente hoy en Edimburgo, orientada sobre la dirección de Ciro Cabal, doctorando en el departamento de Ecología de Princeton. El segundo de a bordo es Ricardo Martínez-García, profesor ayudante doctor en el Instituto Sudamericano de Investigación Fundamental (ICTP-SAIFR) en São Paulo. Vamos, al lado de casa.
El perfil de los tres autores pertenece al de los jóvenes científicos que no han podido echar raíces en España, probablemente no tanto por la abundancia de competencia de otros investigadores como por la incompetencia de la política y la gestión científicas. No, no les mueve salir de su “zona de confort” porque sean de la “generación más emprendedora de la historia”. Entre otras cosas, porque no tienen zona de confort. Miren los números: en 2019, se leyeron en España más de 10.000 tesis doctorales (esa materia prima de la que se nutre la ciencia), frente a las 247 plazas de investigación para los jóvenes doctores en 2020.
De la tríada, Cabal ha ocupado algún titular, no por su investigación, sino por la imposibilidad de desarrollarla en su país de origen que le ha forzado a migrar. La novedad o lo extraordinario no fundamentan los criterios informativos para hacer, de este lamentable hecho, noticia. Pero, al menos, despierta la indignación epidérmica, que siempre funciona. El biólogo, “un joven” de 36 años, terminó la carrera en 2011, sufrió diez peticiones de becas denegadas y trabajó sin sueldo en algún laboratorio, y de camarero, ya saben, por el vicio de comer, hasta que llegara la oportunidad americana.
Han pasado algo más de dos días desde que lo pronunciara Max Weber [Veber, no Ueber, bitte schön] en su discurso La ciencia como vocación, de 1919: “La carrera científica está edificada sobre supuestos plutocráticos, pues es sumamente arriesgado para un científico joven sin bienes de fortuna personal exponerse a los azares de la profesión académica”, recoge El político y el científico, lectura recomendada para toda persona entregada a la vida civil, cuyo autor murió hace un siglo a causa de un rebrote de la mal llamada gripe española, la otra pandemia. Por cierto, el maduro Weber de 36 años ya había sido profesor de Economía en las universidades de Freiburg y Heidelberg, aunque, como su paisano Nietzsche, fue carne de sanatorio. Así de sufrida era la vida de ser pensador y alemán a la vez.
Lo bueno que dista entre la época del padre de la sociología y la del biólogo madrileño es tal vez la prolongación de la juventud. Poco se habla del techo de cristal de la edad en los tiempos de la reivindicación del género (y del no género), aunque ambas variables tengan una gran trascendencia en la producción científica. En el mundo del avance y del progreso, pocos se salvan del síndrome Príncipe Carlos, la figura del eterno candidato. La culpa la tiene el alemán.
Weber no escribió vocación, sino “Beruf”, que se traduce como oficio, algo que designa tanto al trabajo como a la llamada divina. Esa mezcla de actividad y pasión se vuelve resistencia cuando llega el tiempo de pasar el testigo a la nueva generación. Algunos prohombres de bata blanca envuelven el retraso de la edad de jubilación bajo la solidaridad y el compromiso de “la obligación moral de continuar”. Tal blindaje asfixiante ha sido bautizado en lo que llama Josep Sala i Cullell, profesor de instituto de Girona exiliado a Trondheim (Noruega), la Generación Tapón, una plaga de especies longevas que soslaya la precariedad y asalta todos los ámbitos.
No se trata de una apología contra la veteranía. La experiencia nunca caduca, y la jubilación no tiene por qué significar una vida retirada, como dice mi admirado antiguo profesor de Fármacos, Francisco Morales. No en vano, nos encontramos en la era de promover el envejecimiento activo. Y no vaya a ser solo para cuidar a los nietos.
De muy interesante lectura es el artículo que publicó en noviembre, también en Science, Richard C. Larson, profesor jubilado de investigación de operaciones en el MIT, donde reflexiona la supresión de la edad de jubilación para el personal fijo de las facultades en Estados Unidos. “Comencé a darme cuenta de que yo y otros profesores mayores de 65 años estábamos bloqueando el camino de muchos jóvenes académicos que buscan carreras académicas”, confiesa el autor al recordar que todavía podría permanecer activo de no ser por la investigación que le tocó realizar sobre cómo la eliminación de la jubilación obligatoria afectaba la disponibilidad de puestos para nuevos profesores. “Descubrimos que la eliminación de la edad de jubilación había reducido el número de nuevos puestos para profesores asistentes del MIT un 19%, de 57 a 46 por año. Sin una edad de jubilación obligatoria, los miembros de la facultad senior tardan mucho más en irse”, reconoce Larson.
En España, a Mariano Esteban, virólogo del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de 76 años, su prestación de jubilado no le impide seguir al frente de uno de los principales proyectos estatales para la vacuna contra la covid-19. Con estas palabras lo justificaba al Diario.es: “¿Que podríamos estar jugando al golf, comprando el pan y la leche? Pues sí, pero después de cincuenta años en la virología, ha llegado un momento en que me siento con la obligación moral de apoyar a mi propio país”, a la vez que desmarca su permanencia de la precariedad de los jóvenes, contra la que se manifiesta crítico: "Podríamos estar mucho más avanzados si tuviéramos los condicionantes, la infraestructura y los apoyos para construir los edificios que hacen falta en la ciencia. […] Hay gente que puede trabajar las mejores universidades de otros países. Sin embargo, aquí los tiramos. Si los jóvenes no pueden desarrollar aquí su carrera y creatividad la desarrollarán en otros países”.
El horizonte de esta “estructura de setentones y becarios” lo resumió muy bien en un tuit la bióloga valenciana Carmen Agustín, doctora en Neurociencia y profesora de la Universitat de València, y muy activa en la divulgación social de la ciencia: “En cinco años, mi departamento se va a quedar desierto. Vamos a quedar los tres “jóvenes” (cuarentones) que somos y va a ser un drama, porque no se puede incorporar y formar a la gente tan rápido como para que la cosa funcione”.
Si el problema se puede describir, ¿por qué es tan difícil diagnosticarlo y hallar remedios? Una cosa es segura: la solución tardará más que la vacuna. Mientras intentamos aclarar si la señora Margaret Keenan, de 90 años, es o no es la primera paciente en recibirla, también hay lugar para las buenas noticias, que en ciencia sí son noticia.
El ecólogo y catedrático alicantino Fernando T. Maestre, uno de los investigadores acogidos por al programa de retorno de talento GentT de la Generalitat Valenciana de 2019, ha anunciado que donará el premio en efectivo que ganó en la pasada edición de los Rei Jaume I en la categoría de Protección del Medio Ambiente para financiar las estancias breves de tres investigadoras africanas que estudian ecología, seguridad alimentaria y desertificación.
Otro ejemplo han sido los dos galardones que ha recibido Darwin Bioprospecting Excellence, empresa de análisis microbianos a la carta, del Parc Científic de la UV, presidida por el biólogo Manuel Porcar e integrado por jóvenes y prometedoras investigadoras como Kristie Tanner y Cristina Vilanova, cuyo entusiasmo conocí de estudiantes cuando se presentaron al reconocido concurso internacional de biología sintética del MIT, iGEM, un año en el que los únicos grupos españoles que se presentaron eran valencianos. Este 2020 necesita más noticias así.