la opinión publicada / OPINIÓN

Ese señor campechano del que usted me habla

22/12/2020 - 

MURCIA. El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Cualquier persona en una situación de poder puede corromperse; esta situación potencialmente irá a más conforme más se prolongue en el tiempo, sobre todo si el poderoso tiene la sensación de que puede actuar con impunidad. Cualquier persona poderosa puede tener la tentación, en un momento dado, de ejercer su poder con excesiva discrecionalidad; de corromperse. Y esto es válido para cualquier nivel de poder, desde el presidente del Gobierno al presidente de una comunidad de vecinos, pasando por alcaldes, diputados, consejeros, o gestores de cualquier organismo público. 

Precisamente para evitar este tipo de excesos, las instituciones democráticas tienen una serie de medidas que funcionan como cortapisas: primero, limitando los mandatos. Y, segundo, estableciendo mecanismos de control, de transparencia, y de contrapeso que no sólo dificulten ejercer el poder de manera injusta e irresponsable; sino, sobre todo, que eviten que el poderoso siquiera tenga la tentación de hacerlo. 

Sin embargo, con la Monarquía, y específicamente con la monarquía española, no sucede eso. Ninguna cortapisa funciona. No funcionan las limitaciones temporales, porque el monarca puede serlo todo el tiempo que quiera desde el momento en que asciende al trono, a no ser que fallezca o se retire voluntariamente; y, desde luego, no funcionan las limitaciones establecidas por los mecanismos constitucionales, porque éstas sólo afectan a los ámbitos en los que el monarca puede ejercer el poder, pero no a la responsabilidad por sus acciones, porque su figura no puede juzgarse, ni siquiera investigarse. De manera que el rey sabe que lo que hace no tendrá consecuencias verdaderamente lesivas para sus intereses. 

Si a ello unimos que, por otra parte, durante décadas ha funcionado en España un cordón sanitario político-mediático en torno a la Monarquía que la protegía de cualquier forma de crítica, que ha sido extraordinariamente eficaz (insólito en un país democrático) hasta fechas muy recientes, teníamos todos los ingredientes para que la persona ubicada en esta situación, en este caso Juan Carlos I, cometiera abusos. 

Como, además, hemos estado cuarenta años a oscuras, con la maquinaria propagandística emitiendo continuamente música monárquico-campechana a todo trapo, en el momento en el que las cosas se comenzaron a torcer lo han hecho rápidamente (sobre todo, en términos históricos): en 2012, mientras España estaba al borde de la quiebra, se conoció la cacería de Juan Carlos I en Botswana con su amante Corina zu Sayn-Wittgenstein. En 2014, semanas después de la aparición de Podemos en la escena política, se produjo la abdicación de Juan Carlos en su hijo Felipe. En 2019 se retiró oficialmente de la vida pública. A principios de 2020, se supo que la justicia suiza investigaba el "regalo" de Arabia Saudí de 100 millones de dólares al rey emérito, y en pleno verano, agosto de este año, Juan Carlos I partía hacia una especie de exilio pactado en Abu Dhabi, sin vocación de continuidad, pero en el que lleva meses. Y desde allí hemos conocido las últimas noticias del emérito: su regularización fiscal de 500.000€, ejecutada después de ser informado por parte de la Fiscalía de la existencia de una investigación al respecto (algo, desde luego, nada común); pero, sobre todo, se produce porque, por primera vez en su vida, Juan Carlos I ya no puede acogerse al régimen de impunidad al que estaba acostumbrado mientras fue jefe del Estado.

La figura del rey emérito ha sido rápidamente amortizada por casi todos los que llevaban décadas defendiéndole a capa y espada. Pero no por todos; algunos, sobre todo en el PP, continúan defendiéndole, en lo que no sé si es un ejemplo de fidelidad contra viento y marea que les honra, o que piensan que sigue funcionando el régimen de impunidad con la Monarquía que ha habido siempre en España. Que puede ser: que lo piensen y que además sea verdad, aunque desde luego esa impunidad ya no alcanza a los medios con la fuerza de antaño.

La cuestión, como es evidente, no es ya el rey emérito, sino el rey actual, Felipe VI, y la institución monárquica en España. Si bien es cierto que no puede decirse que Felipe VI haya cometido similares abusos que su padre (y no puede decirse no sólo porque no lo haya hecho, sino porque no tenemos forma de saberlo mientras se mantenga esta combinación explosiva de silenciamiento e inviolabilidad), eso no significa que no haya cometido abusos. El papel de Felipe VI, de grado o por la fuerza, está siendo hasta ahora mucho más explícitamente político y politizado que el de su padre, que siempre supo mostrarse alejado, al menos en apariencia, de las luchas partidistas. 

Felipe VI, en cambio, es un rey no sólo mucho más apoyado por la derecha que por la izquierda, sino que no se esfuerza demasiado en disimular que esto es así porque él se encuentra muy cómodo en ese rol, y además protegido. Que está con "los suyos". Acontecimientos como su discurso a raíz del referéndum independentista del 1 de octubre de 2017, o su papel en esta pandemia como contrapunto al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, por no hablar de las continuas apelaciones a su figura por parte de militares y políticos ultraderechistas, así lo dejan traslucir.

La estabilidad del actual periodo democrático, inaugurado poco después de la reinstauración de la Monarquía en España, es un factor que tal vez haga pensar a muchos, dentro y fuera de las instituciones, en posiciones de poder o simples ciudadanos, que el modelo de Estado es inmutable, aunque pierda popularidad. Sobre todo, porque en su erosión la Monarquía también ha escorado sus apoyos, nítidamente centrados en la derecha españolista, mientras que la izquierda defiende cada vez más claramente la República (y los nacionalistas o bien una República dentro de España o bien fuera de España, pero en ningún caso una Monarquía). Lo cual lleva a un escenario de suma cero, donde lo normal es que las cosas se mantengan como están, aunque sea con el disgusto o desapego de la mitad de la población, o más.

Esto es cierto... en condiciones normales. Pero es en las situaciones de crisis cuando se producen los cambios. Y en un contexto como ese, si la responsabilidad de la crisis se enfoca hacia el sistema político, hoy la Monarquía es mucho más vulnerable que nunca, porque hay muchos ciudadanos que, a la vista del proceder de los representantes de la institución, se preguntan legítimamente si este estado de las cosas se ha de mantener para siempre, por misteriosas razones. 

Es muy difícil que la Monarquía caiga, obviamente; como no es una institución democrática y no hay procedimientos pensados para ello (unas elecciones, una moción de censura), está hecha para no caer nunca. Pero el problema de poner este tipo de muros es que el hastío de los ciudadanos se da por acumulación, y la resolución puede ser tan rápida como inesperada. 

No debería olvidar la Monarquía que su historia en España, desde que aparecen los derechos políticos y la división de poderes como concepto (es decir, en la Revolución Francesa), es más bien convulsa: de los ocho reyes que hemos tenido desde 1789, cuatro han acabado en el exilio (Carlos IV, Isabel II, Amadeo de Saboya, Alfonso XIII); cinco, si contamos el peculiar exilio de Juan Carlos I en Abu Dhabi. Como diría durante meses del uso de las mascarillas -porque no había- Fernando Simón, puede que la Monarquía tenga una "falsa sensación de seguridad", derivada del exitoso período democrático actual. Sobre todo, porque quien reinó casi todos estos años fue el hoy repudiado emérito, Juan Carlos I. Y en estas condiciones es difícil que los exégetas monárquicos logren que el público diferencie entre el padre y el hijo. Sobre todo, porque el hijo hereda su posición del padre. 

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