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‘El poder de lo Cuqui’, un viaje a la frontera de lo siniestro con Simon May

Es un rasgo característico de muchas de las sociedades más desarrolladas de la actualidad, una máscara individual y colectiva que nos permite transitar la indeterminación sin sucumbir a sus paradojas.

16/12/2019 - 

MURCIA. Observan con su mirada fabricada desde centenares de cajas de cartón en las larguísimas estanterías de un centro comercial de la ciudad: son versiones de personajes conocidos bien del mundo real bien del reino de la ficción; huyen de lo preciso porque su atractivo es precisamente ser una percha básica y desproporcionada sobre la que vestir las características más reconocibles de la identidad que quieren representar, son muñecos de vinilo, y son todo un éxito. Al parecer el nombre de la compañía que los produce de todas las formas y colores obtuvo su nombre de la contracción de funny company, y es cierto que su cometido debe ser resultar divertidos, simpáticos, pero también es cierto que desde su frialdad polimérica estas figuras cabezudas, sobre todo cuando se concentran como un ejército plástico de ojillos pequeños, despiertan otro tipo de sensación que va más allá de la simpatía y que implica un tipo distinto de relaciones, bastante complejas y en absoluto inocentes tal y como solemos pensar en la inocencia, sin que esto sea malo de ningún modo. Con sus prominentes cabezas y su reinterpretación infantilizada de algo tan poco infantil como un alienígena extremadamente agresivo o un rockero muerto -de hecho lo abultado de sus cabezas tiene todo que ver con esa evocación deforme de la infancia-, estas criaturas bajo licencia han colonizado los hogares, oficinas y estudios de medio planeta, despertando una fiebre coleccionista que actualmente mueve millones. ¿Qué tienen que seducen y obligan a llevárselos a casa? Tienen que son cute. Son adorables. Son monos. Son cuquis. 

El poder de lo Cuqui que da nombre al libro del filósofo británico Simon May que publica Alpha Decay con traducción de Albert Fuentes es en efecto una influencia que bien merecía un estudio como este: sin llegar a extremos como el japonés, mondo kawaii por antonomasia, lo Cuqui tiene una presencia notable en países como España, donde han prosperado tanto las estéticas cuqui de taza o libretita que tras la entusiasta acogida generalizada, todavía ha quedado fuelle para que triunfasen sus respuestas paródicas, que a la postre han resultado ser primas hermanas cercanas.  La elección del concepto cuqui para representar lo Cute de lo que habla el libro en su versión original debe haber supuesto no pocos quebraderos de cabeza a la horade traducir el libro de May, porque estos conceptos, como aquello que nombran, tienen los límites difusos y evanescentes, nos hablan de la indeterminación desde la indeterminación. En cualquier caso, si atendemos a una de las explicaciones de lo que es Cuqui que ofrece el autor, encontramos que haber optado por cuqui ha sido una sabia decisión, porque lo Cuqui vendría a ser lo dulce solo que sin su transparencia y sí con una naturaleza más compleja que confraterniza con lo siniestro, podemos afirmar que la palabra cuqui es cuqui. Lo cuqui no es exactamente lindo. Lo cuqui presenta anomalías, incoherencias, desajustes. En lo cuqui hay cosas que no deberían estar ahí, actitudes que no se corresponden con lo que esperaríamos de quienes hacen gala de ellas, aspectos que pueden llegar a guiñarnos el ojo para que nos pongamos alerta porque en alguna parte acecha algún peligro, aunque de nuevo, indeterminado. 

May lo explica de maravilla cuando desarrolla qué define lo kawaii -el cuquismo nipón- y cómo pudo pasar Japón de temible potencia del Eje a país cuqui en tan poco tiempo, tras recibir dos bombas atómicas con nombre cuqui -Little Boy y FatMan-: "en tanto que sensibilidad, el kawaii va más allá de su primera manifestación de posguerra en esas señales de desamparo y vulnerabilidad [...] Presentarse a uno mismo como kawaii [...]significa parecer no solo vulnerable y necesitado de protección, sino también rabiosamente autosuficiente; no solo demostrar que uno no representa amenaza alguna (para los forasteros y, lo que es crucial en el Japónde posguerra, en la percepción que el país tiene de sí mismo),sino ser también sutilmente despiadado en la defensa de los propios intereses; hacer gala de desvalimiento y, al mismo tiempo, mostrarse alegre e incluso recrearse en la propia vulnerabilidad; ser predecible aun siendo también antojadizo; ser literal aun siendo también irónico; ser transparente aun llevando también varias máscaras encima; ser amante de la armonía aun siendo también estrafalario, deforme y discordante. Y en no menor medida permitirse una pizca de melancolía, aunque, una vez más, de forma desenfadada". Lo que parece una contradicción de cabo a rabo es en realidad un juego de tensiones que quienes habitamos esta época entendemos con rapidez. Sí, sabemos a qué se refiere May. Vivimos en el sinuoso hoy de las máscaras. 

A lo largo de los capítulos que constituyen el libro, el autor va dando forma a su idea de lo que es Cuqui al mismo tiempo que responde a por qué nos refugiamos en ello. Para May, el anhelo de lo Cuqui es signo de los tiempos, nos atrae porque nos pide protección y nos somete, nos obliga a ver lo desconocido que reside a plena luz del día en lo conocido y en lo que quizás nunca habíamos reparado: lo Cuqui es la encarnación de la indefinición más problemática ultraprocesada hasta convertirla en un espíritu familiar, al que no comprendemos pero que nos reconforta y nos hace compañía, e incluso como en esa viñeta memorable de la dibujante Laura Pérez en la fantasía prodigiosa que es su cómic Ocultos, nos permite hacer más llevadera la soledad y el miedo, más aprehensibles los aspectos más inquietantes, incomprensibles, frustrantes o tristes de lo cotidiano, acogiéndonos en su regazo en forma de niña gata sin boca, porque en última instancia, lo Cuqui no es algo que podamos llegar a poseer: lo Cuqui se desliza cómodo en la indiferencia, es fuerte detrás de su aparente fragilidad y es hábil apoderándose de nosotros

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