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tribuna LIBRE / OPINIÓN

Elegía al intelectual desconocido y final feliz

Foto: KIKE TABERNER
25/08/2021 - 

MURCIA. Todavía no he visto ninguna esquela (qué decir de obituarios cuando tienes Google en el móvil). Debe de ser que algunas muertes son como una suerte de homenaje a De Quincey, una disciplina artística más, algo que la sociedad le debe al mundo, igual que le argumenta John Dall a James Stewart en La soga, la desaparición de individuos que jamás merecerán la más mínima atención en los papeles (todo muy Harry Lime en El tercer hombre).

De entre todas las muertes destacables, en primer lugar encontramos la de Dios. A continuación de la efeméride, Nietzsche escribe un libro y lo cita en otros tantos, y sus defensores argumentan a favor y sus detractores vociferan hasta arder exhaustos en su propia ira. Cae el telón de acero y aparece Fukuyama con la muerte de la Historia. Profesores y analistas se revuelven en un número infinito de reseñas y de artículos porque pocos han quedado satisfechos. Eso sí, al menos la Historia (muerta o no) ha quedado homenajeada con el clima generado. 

Y ahora sucede que desaparece la figura del intelectual como referente identitario y cultural del S.XX, y no he escuchado siquiera su último aliento. 

Desde aquel J’accuse de Zola a Derrida, Bloom o Montanelli, Steiner, Primo Levi o Chomsky, Habermas, Lacan o García-Calvo, Beauvoir, Sartre, Camus y los que buscaban la arena debajo de los adoquines, y Senghor, Popper, Cioran, Hobsbawn y otros muchos. Hélas! ¡El intelectual ha muerto! No se sabe dónde ha terminado enterrado, ni si todo aquello que escribió se conserva en alguna estantería aunque sea bajo el polvo. Nadie ha demostrado la más mínima preocupación por sus ideas, ni tampoco por su aspecto, nadie ha conocido cuál es su ciudad o su color o su comida favorita, nadie sabe si la barba es de uno u otro, o si escribe por la noche con café, nadie le entrevistó, ni siquiera han publicado ensayos póstumos porque a nadie le interesan ya los dioses o la representación humana de lo divino. Y si los hombres mueren pero no hay ningún lugar para rendirles homenaje, ¿desaparece el pensamiento?

¿Intelectuales? Todavía hay esperanza en Francia que es el semillero de la duda y el debate. Más allá de l'hexagone no queda rastro alguno de ellos, ni siquiera de la tinta que gastaron en palabras antes de esfumarse entre las letras de lo obsceno.

Ya no arden pipas humeantes, ya no visten gabardina o jersey de cuello vuelto, ya no sorben el café que nunca deja poso. En su baluarte ya no hay huella de sistemas, horizontes, libertades o creencias de sus páginas sin fin. ¡Extra! ¡Extra! ¡El intelectual ha muerto! Ya no quedan los que piensan y son guía, el nirvana de los dioses que jamás quisieron serlo porque el intelectual no elige su etiqueta, se la otorgan. Unos gritan aleluya porque ha quedado eliminado lo que ellos consideran(-aban) el último obstáculo para la democratización total de la cultura. Otros lloran porque se ha marchado con ellos la estructura última que sostenía la cultura.

Ya no hay dioses ni filósofos, ni escritores, ni pensadores que se encarguen de este orden crítico y etéreo (e independiente). Ahora es el momento de la ausencia para aquellos que respetan su deceso y para esos otros que defienden un debate ausente, sin ideas, deidades o conceptos sugerentes que estimulen o que lleguen a cubrir aquellas zonas discursivas ahora ocultas para las masas.

Ya no queda nadie que dé luz, o que al menos nos aporte las herramientas, es como si alguien hubiera borrado el S.XX de la retina del lector olvidadizo, es como encontrar un uniforme gris en un antiguo arcón de circo. Ahora ya no hay dioses sino meros sacerdotes, ya no hay pensadores sino activistas, simples prescriptores de un conjunto arquitectónico no concebido para el debate y, por lo tanto, tan endeble que no acepta argumentos en contrario, que son dos partes en una o la antítesis del mensaje del intelectual.

Hasta ahora el activista era el discípulo del maestro, el ministro de su dios, el polemista que defiende a ultranza unas ideas que no le pertenecen pero que él asume como suyas, el que acaba siendo más papista que el Papa o más marxista que el filósofo de Tréveris. Pero el activista se ha quedado solo. Ya no es la primera línea de defensa de la idea. Ahora es la primera y es la última, y de ahí su punto débil. Una vez termina el activismo desaparece el resto porque ya no goza de esa base firme que sustenta el logos. Es el activismo de la ausencia.

A las deidades de otros tiempos se les presuponía la cultura. Un pilar imprescindible para el foro de debate, porque el objeto de la controversia era ámbito de su expertise o porque -en general- los intelectuales siempre demostraron que el saber era enciclopédico o no era. Ahora solo es necesaria la vanguardia auto impuesta y un guion preestablecido, el eslogan y unos cuantos miles de seguidores que difundan ese credo que no es suyo ni conocen. Ahora solo está su imagen –estudiada y regulada por sponsors- y detrás la nada, como un escenario de un antiguo western (la prisión del sheriff sustentada por dos tablas de madera).

Sin embargo en esa ausencia es donde encuentran su fortaleza (aparentemente), ya que el número de ideas es inversamente proporcional al número de dogmas y de adeptos. Todavía no se han dado cuenta -¿hasta cuándo?- de que a esta vieja paradoja se le añade otra más antigua y persistente: las divinidades mueren cuando sus discípulos alcanzan un nivel de fanatismo tal que les conduce a su deceso. Yo les recomendaría –gratis, por supuesto- que si quieren perdurar como figuras prominentes de este S.XXI se esforzaran en (a) dotar de contenido a su mensaje, (b) evitar o reducir el dogma y los voceros y (c) calibrar con precisión el surgimiento de un fanatismo suicida.

Nietzsche en su artículo El Loco publicado en 1887 alertaba del problema de conservar cualquier sistema de valores en ausencia de un orden divino. Trasladado a la situación en curso: el problema de la ausencia de la figura del intelectual y, por lo tanto, de una base abierta a la confrontación de ideas. Esa es la ausencia que debiéramos evitar para impedir que todo colapse.


¿Y si el dicasterio optara por la vía radical del fanatismo? No sería sino el fin de la cultura. Algo así como el diálogo final de la obra de Beckett.

VLADIMIRO.— Mañana nos ahorcaremos. (Pausa) A no ser que venga Godot.
ESTRAGÓN.— ¿Y si viene?
VLADIMIRO.— Estaremos salvados.

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