MURCIA. Dios está raro. Viene a vernos a un box en la peor guardia que he tenido en años. A la señora la ha sacado la policía de un container donde buscaba cuchillos y enseguida ha tenido claro quién estaba del lado de dios y del demonio. Afortunadamente el residente y yo quedamos de su lado.
"Me gusta que nuestra sanidad todavía incluya a gente como ella en el circuito"
Nos bendice. Es una inmigrante sin papeles que ha trabajado de interna dos años sin un solo día de descanso. Se ha roto. Incluso ellos lo hacen, ellos que desafían el mandato de la pobreza. Dios le va diciendo. Dios la instruye. Empiezo a creer que es así cuando, al final de la tarde y a pesar de no disponer de lugar donde sedarla, custodiarla y estudiar su problema, la mujer no desaparece ni grita ni se arranca el gotero. Mira educadamente nuestro trajín desde un lado del pasillo y tiene un halo de paz. Pregunta con dulzura cuándo se va a casa pero no hay tal casa, la echaron hace dos días, tampoco contrato. Lo que tiene es un oportuno delirio, un brote que le ha permitido salvar el doble fondo que habitan los indocumentados. Es curioso que ella misma se haya colado en un container para saltar de ahí a la ambulancia. Un cuadrilátero donde introducirse y pulsar, como un ascensor.
Me gusta que nuestra sanidad todavía incluya a gente como ella en el circuito. En EEUU, una legión de psicóticos, parias e infrahumanos deriva por las aceras sin que nadie alerte a la policía para hacer venir a un sanitario. Me gusta que, aunque el pasillo de urgencias sea un caldero y vayamos y volvamos y frotemos nuestros mandiles con cara de pocos amigos, esta mujer forme parte del espectáculo. En su bolso, que me ha autorizado a revisar, hay una miríada de mascarillas sucias, pintalabios y papeles arrugados. El teléfono que me ofrece para que llame a su hija está mellado, nadie responde al otro lado del Atlántico.
La tarde avanza y empujo camas, arrebaño cajones de medicación, acompaño enfermas al baño con el bote de orina en la mano. Nunca hay boxes libres a la vista, el ánimo es el de una planta de oportunidades en plenas rebajas. Desalentada, he visto cómo un compañero devoraba su bocata frío maldiciendo por las horas y las condiciones. De las trece personas que debería tener en observación sólo caben nueve, el resto se esparce por donde sea. Miro cómo mastica mientras intento recordar la ley de flujos: cuando un obstáculo cierra el paso, la materia retrocede. Estuvimos medio curso estudiando la tensión superficial de una gota en el gotero y nadie nos habló de esto en biofísica. Mucho más necesario.
Ocupo un lugar estratégico hasta cazar una salita libre, la de curas, que le arrebato al otorrino. Le pasamos por fin su medicación y miro con recelo la puerta del almacén donde pronto pasaré a trabajar, entre cajas de protecciones y sueros. Quizá en mi próxima guardia. La gente se pregunta qué es un hospital colapsado y es esto: la observación en los boxes, los boxes en el pasillo, las curas en ninguna parte. Aliarse con Dios o con el haloperidol. Decirle a la enfermera de la planta que no sabes aún si harán falta correas. Que Dios sabe.
Una de las mejores cosas de la psiquiatría es la imprevisión. Educa el instinto en la incertidumbre. Es un disolvente contra los dogmas, las certezas graníticas y el ego. Enseña a improvisar caminos, a intentarlo siempre, dado que siempre puede ser válido un intento.
Cuando la mujer ya calla bajo la manta que le he traído y el residente me ha dicho que su baja saturación es propia de un sueño profundo, me pregunto si las almas más puras no requerirán también un cuerpo. Pienso en el mío: en el que llevo horas maltratando. La cafetería, desangelada a las siete, está tan vacía que resuenan hasta los pensamientos. El camarero me dedica un saludo tibio y ni lo miro, parece mentira que uno olvide su cuerpo en un sitio como este, le diría. No atendemos a la fisiología en el hospital, somos puro cemento. He mirado la zona de las tortillas y enseguida me pregunta cuál quiero pero ya estoy poseída por una imagen terrible: soy yo, o mi espalda, abalanzándose sobre la bandeja, combada, hambrienta y penosa bajo los reflectores infrarrojos, pellizcando la comida, llenándome las manos de grasa. Es una suerte que el hombre no sepa lo que veo, que la difusión del pensamiento no me visite aún, ni la telepatía. Quiere ser amable y se entretiene contándole el borde seco a mi tortilla aunque no lo he pedido. Me irrita. No tengo tiempo. Un residente espera detrás de mí y parece venir de quirófano. En cualquier caso, alguien serio. No me giro a saludar, quizá tenga cara de loca. Yo también oigo voces de vez en cuando y me piden que libere a mis enfermos.