MURCIA. La noche electoral, como sucede siempre, ha solucionado muchas incertidumbres y ha abierto otras tantas. La primera: saber si la participación se iba a resentir de la ocurrencia de organizar unas elecciones en plena tercera ola de la pandemia... Pues sí, la verdad. Las anteriores elecciones catalanas, convocadas por Mariano Rajoy en un día laborable mediante el artículo 155 de la Constitución, batieron récord histórico de participación (79%), y las de este domingo, a la espera de contabilizar totalmente el voto, posiblemente batan el mismo récord a la inversa (53%). Es en sí un hecho lamentable, con independencia de los resultados, que se haya consentido llevar a cabo un proceso electoral en estas condiciones. Es, sobre todo, profundamente antidemocrático, pues unas elecciones, ante todo y sobre todo, deberían facilitar la participación del electorado. Ya que votan cada cuatro años -en principio-, al menos que lo tengan fácil para votar.
Sin embargo, este descenso tan enorme de la participación no ha supuesto grandes cambios, desde el punto de vista de la política de bloques. Sí se detecta un refuerzo del independentismo, que muy probablemente supere el ansiado 50% de los votos, o en todo caso se quedará al borde. Pero esta situación ya podía intuirse en virtud de los resultados que obtuvieron los partidos independentistas en las dos elecciones generales de 2019, con lo que tampoco podemos imputarla sustancialmente a este descenso. La gente ha votado menos que otras veces, como es normal, pero la gente que ha votado, más o menos, lo ha hecho proporcionalmente por los mismos bloques que otras veces.
En este contexto, el independentismo obtiene una victoria importante. Aunque de nuevo, como ocurrió en 2017, sea un partido constitucionalista el que se ha alzado con la victoria (Ciudadanos entonces, el PSC ahora... en votos, al menos), en la práctica nada sustancial cambia, puesto que los tres partidos independentistas tienen mayoría suficiente (74 escaños) para investir de nuevo a un presidente y a un Gobierno. Quién ocupe la Presidencia es otra cuestión. Aquí sí que tenemos un cambio, de cierta importancia, en este bloque: por primera vez, ERC le ha ganado las elecciones a los herederos de Convergència, en este caso JuntsxCat (de nuevo, tenemos que decir... en votos; en escaños no está claro aún). Por tanto, si hay un Gobierno independentista, la Presidencia le correspondería en principio a ERC. Habrá que ver cómo se gestiona eso desde JuntsxCat, pues ceder la Presidencia tiene enormes implicaciones de cara al futuro.
No parece probable que ERC se decante por la alternativa, que es totalmente factible: un nuevo tripartito de izquierdas con el PSC y En Comú Podem. De hecho, cuando escribo estas líneas, al 96% escrutado, dicho tripartito contaría exactamente con los mismos escaños que el bloque independentista: 74. También tendríamos el problema de dirimir quién ostenta la Presidencia (aunque es obvio que ERC sólo podría ponerse a negociar algo así si la ostentasen ellos, y previo desbarajuste en la negociación paralela con JuntsxCat). Pero, sobre todo, tenemos el problema de que Salvador Illa anunció que no gobernaría con los independentistas, y ERC firmó un documento para constatar que tampoco haría lo propio con el PSC. Estas cosas son muchas veces brindis al sol, pero la ventaja de ERC respecto de JuntsxCat no es suficiente, desde mi punto de vista, para arriesgarse a alejarse del bloque independentista en una situación en la que ERC podría absorber a parte de los votantes de JuntsxCat, el partido perdedor, por primera vez, del pulso entre ambos.
En cualquier caso, si alguien ha triunfado en estas elecciones, hay que decirlo, es el Gobierno. No la Generalitat, que era el Gobierno que se presentaba a la reelección, sino el Gobierno español. La estrategia de nombrar candidato a Illa, diseñada desde La Moncloa, así como las resistencias a suspender la convocatoria electoral, se han desvelado como un acierto, en términos electorales (no tanto en términos democráticos o sanitarios, pero ya tenemos muy claro que esos factores, para el Gobierno español, palidecen ante el subidón que les da en Moncloa al contemplar una encuesta favorable). Y no sólo por el excelente resultado del PSC, que recupera su posición histórica en Cataluña como principal alternativa al nacionalismo (con las importantísimas consecuencias que esto tiene en clave electoral española, puesto que Cataluña ha sido siempre, junto con Andalucía, el granero electoral del PSOE). Además, estas elecciones sirven para establecer, al menos momentáneamente, que Podemos tiene suelo electoral, como siempre lo tuvo Izquierda Unida (y como no lo tiene, en cambio, Ciudadanos). Si a eso unimos que con estos resultados los socios del Gobierno, especialmente ERC, previsiblemente seguirán pactando con ellos en Madrid, aunque no lleguemos a la "luna de miel" que viviríamos de haber un tripartito de izquierdas en Cataluña, el balance para la Moncloa es muy positivo.
Pero, sobre todo, en el Gobierno estarán celebrando estos resultados por todo lo alto por la hecatombe que se ha producido en las filas de la derecha. En primer lugar, estos comicios certifican que Ciudadanos, efectivamente, no tiene suelo electoral. Tras ganar las elecciones en 2017 (una victoria histórica, pero que a la postre tampoco sirvió de nada, a los efectos para los que se postulaba Ciudadanos), el hundimiento de ayer, en su feudo histórico, donde Ciudadanos comenzó su andadura precisamente en unas elecciones catalanas, muestra un futuro tétrico para esta formación. Ciudadanos es un partido que probablemente entre en los próximos años en una espiral de deserciones, descenso de sus expectativas electorales y, finalmente, quizás asociación con el "hermano mayor" (el PP) o desaparición tras una debacle electoral generalizada en los próximos comicios que se produzcan en toda España, sean municipales o generales.
La caída de Ciudadanos, con todo, era esperada. Pero la subida fulgurante de Vox, por contraste con el PP (que no se ha quedado fuera del Parlament de Cataluña gracias a su 4% en Barcelona), sí que ha sido una sorpresa; probablemente, la principal de la noche electoral. Con once escaños, Vox será la cuarta formación de Cataluña. Casi cuadriplica al PP en escaños y lo duplica en votos. Todo ello augura una batalla a muerte por el liderazgo de la derecha, que hasta las elecciones de ayer parecía bastante asentado en donde lleva desde 1982: en el PP.
Con un mal resultado, que es mucho peor por comparación con Vox, el PP ha dado una imagen de debilidad que pondría en duda si el giro al centro de Casado fue un acierto estratégico. El objetivo de dicho giro era diferenciarse nítidamente de Vox para atraer a votantes moderados que estaban en Ciudadanos, la abstención o incluso en el PSOE. En cambio, en Cataluña los votantes de Ciudadanos se han ido en masa, o bien al PSC, o bien a Vox.
Sin duda, Cataluña es un caso especial. Claramente, aquí se han visto beneficiados los partidos unionistas que parecían o más fuertes (PSC) o más implacables con los independentistas (Vox). La estrategia de moderación puede dar mejores réditos en otras regiones. Pero, sin elecciones en lontananza, esta victoria interna de Vox en las filas de la derecha, muy clara, y que además deja al PP en último lugar, puede tener consecuencias.
En los próximos años vamos a asistir a una lucha a muerte entre PP y Vox por la supremacía en la derecha. Una lucha que no se va a resolver en esta legislatura. Y si no se resuelve, si no hay unidad en la derecha, es muy improbable que ésta vuelva al poder, por muy mal que lo haga el Gobierno, por mucho que fracase en la gestión de la pandemia o en cualquier otro asunto que pueda gestionar. Porque si la alternativa es un Gobierno de PP y Vox, todos los demás partidos van a apoyar a Sánchez para que siga cómodamente en la Moncloa con el vicepresidente de series de televisión, Pablo Iglesias, a su vera.