MURCIA. Comentábamos a finales del año pasado que un buen documental no precisa necesariamente de grandes presupuestos, historias exclusivas con extraordinarias revelaciones ni el testimonio definitivo sobre un suceso inolvidable. Honeymoon era el ejemplo. Para grabar un documental sobre naturaleza, unos cineastas se encontraron con un pueblo de dos habitantes, con la visita estacional de nómadas, que vivían de la miel.
Apechugando con la falta de electricidad y los gatos que se comían sus víveres, con grabar, sencillamente, a la mujer más activa de ese lugar, se hizo un documental histórico e inolvidable. En los Oscar no ganó, el premio fue para los Obama y su American Factory, pero el simple hecho de estar ahí puso de manifiesto que en este arte con muy poco se puede hacer mucho.
Si tuviese que pensar en algo similar por estos lares, también tuvimos por las mismas fechas una pequeña historia, aburrida a priori, que en realidad constituía un documental impresionante. Fue el caso de Salvar al bucardo de Pablo Lozano. Un reportaje realizado con la colaboración del Gobierno de Aragón y su televisión autonómica.
Estéticamente, no hay grandes alardes. Podría ser una pieza de Documentos TV, incluso una entrega más de La 2 después de comer los días de diario, pero es emocionante hasta saltar las lágrimas y solo se trata de un reportaje sobre ciencia y naturaleza. Es la triste historia del bucardo del Pirineo.
El bucardo era una cabra, subespecie de la cabra montesa, habitual en Ordesa. Un animal único en el mundo, que era muy esquivo y difícil de ver, pero que estaba muy bien adaptado a las condiciones invernales del Pirineo. Precisamente por estos motivos, fue una pieza codiciada de cazadores. Iban a por él escopeta en mano tanto aristócratas como científicos del siglo XIX, muchos investigadores llegados de todas partes querían cazar un ejemplar para llevarse sus restos a sus colecciones de fauna para estudiarlo. En condiciones extremas, cuando en España azotó el hambre, también fue un objetivo perseguido por los lugareños. Cuando veían una, no se hacían preguntas, iban directos a cazarla.
Se discute si era el origen del resto de especies de cabras ibéricas o una separada, pero destacaba por su gran tamaño. Podía tener crías de 60 kilos y luego los machos llegar a pesar hasta 100. La inmensa mayoría de fotos que quedan del bucardo las sacó Bernard Clos, un francés que llegaba hasta los puntos más inaccesibles de los valles y, en lugar de meterle una bala en la cabeza a estos animales, les sacaba una foto.
El problema es que, como quedaban pocos, aumentó la cosanguineidad entre ellos y se redujo su fertilidad. Las pocas crías que llegaban al mundo redujeron su población a mínimos. A principios de los 80, se calculaba que ya solo quedaban una docena. Desde 1987, se dejaron de ver. De un año para otro.
Tras esta introducción trágica, el documental indaga en el esfuerzo de unos científicos para que no se extinguieran. Intentaron técnicas de todo tipo, pero al final se tuvieron que enfrentar a la realidad de que solo quedaban tres ejemplares. Capturaron a una con los métodos menos lesivos y estresantes posibles para ver si podían reproducirla en cautividad, pero era tan vieja que murió a los diez meses.
De las otras dos, una murió también de vieja y, a la que quedaba, se le colocó un radiotransmisor con la mala fortuna de que le cayó un abeto en la cabeza y la mató. Por fortuna, a una de ellas habían conseguido extraerle algo de tejido en un control y conservaban congeladas células vivas. Esto ocurrió en la época de la clonación de la oveja Dolly. La esperanza era que con ayuda de la ciencia se pudiesen repoblar esas montañas de nuevo.
Lo que sigue es asombroso. Cómo, con el ADN de esas células de la piel de la cabra que habían extraído y conservaban congeladas, con la colaboración de un instituto francés, lograron crear embriones. Utilizando "madres de alquiler" en otras cabras, lograron ir creando cabras híbridas hasta que, por fin, lograron el nacimiento de una que era un clon de uno de los tres últimos bucardos que quedaron en el mundo. Por desgracia, murió a los diez minutos por problemas respiratorios.
Contada toda esta odisea en un documental es algo increíble. Emotivo, por el dolor que causa pensar que una especie desaparece ante tus ojos, y apasionante por ver hasta dónde puede llegar la ciencia, aunque en este caso se trate de un fracaso. El objetivo de estos profesionales, sigue siendo, por tanto, pura ciencia ficción, pero la antesala de un futuro prometedor. Otra sensación extraña, porque el noventa por ciento de la cultura actual parece enfocada a anunciar catástrofes, pestes y el fin del mundo. No se me ocurre un documental con mayor valor educativo que este. Debería proyectarse en todos los institutos de España.