MURCIA. ¿Qué une las carreras de Britney Spears, Backstreet Boys, Taylor Swift, Lady Gaga, Bon Jovi, The Weeknd, Katy Perry, NSYNC, Ariana Grande, Jennifer Lopez, One Direction o Maroon 5? Que –muchos de– sus números 1 han sido escritos, producidos o compuestos por músicos suecos. Sin Max Martin, Shellback, Alexander Kronlund, Kristian Lundin, Andreas Carlsson, Carl Falk, Robin Fredriksson, Peter Svensson, Avicii y el marroquí RedOne, formado en Estocolmo, nunca hubiéramos cantado Baby One More Time, Shake It Off, Bad Romance ni It’s My Life. No existiría el pop tal y como lo conocemos. Tanto es así que hasta la armada británica más comercial en lo que va de siglo (Adele, Coldplay, Ellie Goulding) ha incluido en sus discos canciones de esta cohorte de hombres, blancos y, mayoritariamente, rubios. Cada uno de los enlaces sobre sus nombres es un ejemplo a seguir desde los títulos de crédito.
"Ha deglutido a la todopoderosa industria discográfica y la ha convertido en una Biblioteca de Alejandría"
Si lo desconocía, entiendo que le cueste encajar cómo un país con 10 millones de habitantes domina musicalmente un mundo que va camino de los 8.000.000.000 de sapiens sapiens. Aun así, los siguientes párrafos pretenden dejar el trabajo de los arriba citados en segundo plano, porque la verdadera suecización de la industria musical tiene otro protagonista: Spotify, la aplicación que seguramente está instalada en el dispositivo desde el cual lee y que acaba de cumplir 15 años. La empresa sueca tradujo el caos comercial ocasionado por Napster y los peer-to-peer e interpretó una realidad que los popes discográficos se empeñaban en negar: internet desmaterializaría la cultura y alguien debía vehicular esa transmisión entre creadoras y creadores y público. Una larga batalla de royalties, abogados y algoritmos obra del brillante informático Daniel Ek (su creador) y el talento inversor de Martin Lorentzon (su angel, en sentido inversor).
Los fundadores de Spotify no fueron los primeros en tratar de comercializar a la gran industria cultural tras el shock de las plataformas peer-to-peer; iTunes ya vendía música digital. Tampoco formaban parte de la turbina de inversiones en el Valle del Silicio y, de hecho, de su asalto a Estados Unidos se cumplen 10 años y no 15. Fue en la vieja Europa, desde sus legislaciones y gracias a la visión de las y los respectivos capos discográficos de aquí donde Spotify empezó a operar dos años después de su fundación. Meses de negociaciones antes de la primera reproducción en países como Noruega, Francia o España, en lo que era la etapa previa de un camino lleno de innovaciones que ha compilado Variety en la edición de abril de su revista, en un reportaje titulado The Transformer.
Porque si bien no podemos obviar el impacto de ABBA, Europe, Roxette o The Cardigans en nuestra educación emocional, efectivamente es Spotify quien ha transformado la música en el siglo XXI. Ha deglutido a la todopoderosa industria discográfica y la ha convertido en una Biblioteca de Alejandría. De hecho, ¿es casual que su fecha de lanzamiento sea el 23 de abril? Ese acceso universal rompió los esquemas del negocio-legal-en-internet con una categoría llamada a perder: freemium. A día de hoy, Spotify sigue siendo gratuito para 190 de sus 345 millones de usuarios; los otros 155 tienen a bien pagar unos 10 dólares para ahorrarse la interrupción comercial y apoyar a sus artistas más escuchados.
Multipliquen esas cifras por doce meses y atisbarán un negocio que, con todo, con ello y su histórico en bolsa, dio pérdidas en 2020 (125 millones). La razón de las mismas es pura visión contable, ya que el proyecto de Ek y Lorentzon se fundamenta en una reinversión constante para una dominación global que mantienen. ¿O es que se imaginan disfrutar de la música grabada de alguna otra forma que no sea conectados? ¿O es que no tardaron meses en darse cuenta de que el coche que se habían comprado no tenía reproductor de CD? La magia del efecto freemium es objeto de estudio y réplica por parte de los unicornios estadounidenses, porque a día de hoy esos 190 millones de usuarios apenas generan el 1% bruto de los ingresos de la compañía. Es decir, que es ese modelo deficitario y al que nadie veía futuro el que ha servido de embudo para que 155 millones de personas en el mundo paguen su cuota mensual. Se dice rápido.
"De fuera y hacia dentro, Spotify ha jugado bien sus cartas a lo largo de 15 años. Incluso como red social, sin molestar al oligopolio"
Los nichos de mercado que Spotify encontró hace 15 años fueron: a), convencer –edificios de abogados en nómina– a la todopoderosa industria citada de que era mejor ‘algo’ que ‘nada’ con eso de la-sangría-musical.mp3; y b), el de adelantarse al desaprendizaje sobre la posesión física de la cultura. Como recordaba el imprescindible canal de YouTube Music Radar Clan, la judicialización de esta industria tenía los lustros contados. La relación entre poderes musicales y mediáticos ha sido influyente durante décadas, pero la brecha económica y laboral de la generación Z es la última pantalla para una percepción de la cultura donde lo físico es –en todos los sentidos– menos relevante. En España, el 73% de las personas usuarias de internet entre 14 y 24 años escucha la música en streaming. Y esa es la perspectiva del consumidor a seguir.
Spotify se ha retroalimentado con su tiempo. La mayoría de los artistas que copan el Top 50: Global o España graban voces e instrumentos en home studios (especialmente, desde la pandemia de la Covid-19). La independencia tecnológica ha provocado que el camino entre los dos puntos de la transmisión cultural, creadora o creador y público, se simplifiquen hasta reducirse a un esquema simple: una línea recta con tres puntos: artista, intermediario, escuchante. Sin distribución física y, a menudo, sin grandes estudios de grabación o mastering. 15 años después, pese a la negación inicial que llevó a que Europa disfrutara de ello años antes, ese intermediario único es Spotify. En países tan influyentes para el negocio como Estados Unidos, pese a las gigantescas inversiones de sus competidores Tidal, Deezer o Amazon Music, la compañía sueca ocupa entre el 83 y el 85% del streaming musical. ¡En Estados Unidos!
Pero este monstruo verde de siete cabezas extiende sus tentáculos más allá de la relación artista-usuario. No solo ha logrado devaluar la percepción del formato físico a cambio de un acceso instantáneo a The Beatles, Pink Floyd, Cecilia o el grupo emergente de tu pueblo, sino que ha volatilizado el peso de los medios en la prescripción. La radiofórmula ha ido perdiendo peso y la Covid-19 (de nuevo) ha decantado un escenario imprevisto: por primera vez, el Estudio General de Medios refleja que la radio hablada genera más escuchantes que la musical. Nunca antes había sucedido y, pese a la recuperación de la movilidad, las musicales “siguen en caída libre”. De hecho, el último informe arroja dos datos sorprendentes: la mitad de españoles ya son usuarios de música en streaming y un 17,8% lo hace a diario; de toda la población. La plataforma más habitual, Spotify.
Pero la década de los 10, la de su ascenso exponencial, no ha estado exenta de sospechas para esta empresa. A menudo, cuesta imaginar que muchas de esas dudas vertidas en la opinión pública no estuvieran patrocinadas por la relación medios, editoriales e industria discográfica, todas ellas poseedoras de una hemeroteca que narra la mala digestión por la pérdida de una gallina que ponía huevos de oro. La entrada, salida y queja del porcentaje económico percibido por parte de las y los artistas (de Taylor Swift a Radiohead pasando por amateurs), la sospecha de cómo la desaparición de la venta de discos afectaba a la producción (se ha producido tanto o más, ¿o es que hemos dejado de disfrutar de nueva música de alta calidad?), la contrastada estafa búlgara y las series de reportajes e investigaciones sobre el uso de supuestos artistas falsos para engrosar sus arcas (negado frontalmente por la compañía), han acompañado su camino hacia la hegemonía actual.
El reinado sueco incluye escenas a seguir, tan recientes como interesantes. Una de ellas es la de las listas de reproducción, donde la aplicación ha interpretado etiquetas fragmentarias que las radiofórmulas nunca hubieran podido abastecer. Como parte de la cultura de plataformas y la era del capitalismo de la vigilancia (que todo lo domina), lograr que los usuarios y usuarias permanezcan en Spotify ya tiene más que ver con listas de reproducciones como “Día de lluvia”, “Para tejer”, “En el trabajo” o “Relajación”. Objetivo: que la aplicación ocupe más y más horas de espacio en nuestra conducta. También, mucho que ver con el nuevo filón para su negocio y que, según sus datos y antes de la pandemia, ya ocupaba el 20% de sus escuchas: los pódcast. Hasta Netflix mira a ese nuevo hábito cultural con ánimo de lucro y acaba de lanzar una oferta para encontrar a una directora o director global. Para cuando eso suceda, los suecos llevarán unos quilómetros de ventaja tras haber absorbido en los últimos años a Gimlet, The Ringer o Parcast (las Universal, Warner o Paramount del pódcast), haber fichado a Joe Rogan en exclusiva (su Iker Jiménez tamaño Norteamérica) o haber integrado tecnologías como Anchor (que gamifica la producción de pódcast, entre muchas otras cuestiones). Un sector del audio –y no el de la música, ni el de la radio– donde sus principales competidores vuelven a ser Apple y Amazon, pero cuyos constantes anuncios (lanzar las series en exclusiva de los Obama, Kim Kardashian o adaptaciones de DC Comics) vuelan a otra altitud.
De fuera y hacia dentro, Spotify ha jugado bien sus cartas a lo largo de 15 años. Incluso en su devenir como red social, sin molestar al oligopolio. Mientras éstas no dejan de replicarse entre sí, la compañía de Ek y Lorentzon ha establecido relaciones con Facebook o Twitter, en una colección de sinergias que no deja de sumar aplicaciones en común. De fuera y hacia dentro, su perspectiva europea parece haberle librado de la sospecha por la absorción constante que se sucede en California. Compite en el audio, pero se alía con los algoritmos hegemónicos.
Cuarenta años después del clásico de Indeep, Last Night a DJ Saved My Life, en el universo cotidiano y pandémico de cientos de millones de personas Spotify salva distancias –y, quizá, vidas– entre la obra y la persona. Su peso cultural abarca desde el rebalanceo entre el pago por formatos físicos y el precio de los directos, a cómo sus tops y listas de reproducción son el bien promocional más preciado. Su precio, 15 años después también, sigue resultando interesante a personas de España, Pakistán o Nigeria. Su valor cultural ya ha superado lo musical para adentrarse en ese nuevo escenario de nuestro día a día: pódcast, audiolibros, audioformación…
Daniel Ek, la mente tras el círculo verde, el mismo que a los 14 años fundó su primera empresa tras ser rechazado por Google (obviamente, por su edad), hoy puede permitirse comprar al club de fútbol de sus sueños, el Arsenal. Ni inventó el mp3, ni lanzó Napster, ni tiene propiedades en el GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon), pero su influencia en la industria musical ha acabado siendo superior a la de algunos de sus compatriotas. Con ellas y con ellos comparte, eso sí, la percepción de que la cultura es una herramienta suficiente para trazar una hegemonía global. Aunque todo parta de un lugar como Suecia, cuya ciudad más poblada apenas supera en 100.000 personas a Valencia. Un pueblo cuya asertividad con la música, de la creación a la producción y de su negocio al algoritmo, da que pensar. Y que escuchar.
Sobre por qué nos encanta confeccionar y compartir registros anuales con lo que vemos, leemos o escuchamos