MADRID. Son infinitas las perspectivas desde las que se puede abordar Annette. Se puede hablar de Leos Carax, su director, y de la relación íntima que establece con sus obras, en las que parece exorcizar sus demonios y fantasmas. Se puede hablar de Sparks, de su amor al cine y de su empeño en hacer realidad el sueño de componer un musical. Se puede hablar de la conjunción de ambos universos, de cómo la imagen y las canciones se funden para configurar una película que casi parece sacada del territorio de los sueños.
En realidad, Annette es un misterio. Cómo elementos tan dispares, cómo ideas tan atrevidas han encajado a la perfección resulta toda una hazaña difícil de analizar. Así que, como dicen los propios Ron y Russell Mael al principio de la película, So May We Start.
En los primeros acordes, mientras se prueba el sonido, veremos a Leos Carax en la mesa de mezcla junto a su hija (algo nada baladí pues la película está dedicada a ella). Mientras él está arriba controlando los mandos, los Sparks comienzan a enseñarles los acordes a los intérpretes, se funden con ellos hasta que comienza el espectáculo que está lleno de vitalidad y espíritu efervescente. Comienza exultante de luz hasta llevarnos a la oscuridad más profunda y desoladora, ese es el viaje en el que nos vamos a introducir. Aunque entonces todavía no lo sepamos.
Nos quedamos con Ann (Marion Cotillard) y Henry (Adam Driver). Están empezando una historia de amor. Ella es cantante de ópera, él es humorista. No tienen nada que ver entre sí. La delicadeza y el lirismo frente a la provocación. Ese choque entre elementos antitéticos sirve para definir la película.
Ambos se suben al escenario. Ella siempre termina muriendo en todas sus obras y la fatalidad se cierne sobre su vida. Él intenta hacer reír a través de sus monólogos y se enfada porque se siente incomprendido. Por una parte, está el público que los ve y, por otra parte, nosotros, los espectadores que accedemos tanto a sus performances como a su intimidad. De alguna manera ambas esferas se encuentran unidas, sobre todo cuando aparezca Annette, la hija de ambos, y ponga en evidencia los límites de la representación y las trampas y dilemas que genera la fina línea divisoria entre realidad y ficción.
Ni Leos Carax ni Sparks se han plegado nunca a los condicionantes de la industria. Siempre han ido a contracorriente y quizás por esa razón se les ha considerado visionarios, también excéntricos, raros, genios raros. Puede que a través de esta película hayan de alguna forma querido reivindicar la libertad creadora. Annette es, en ese sentido, un estallido, una explosión en la que se suceden las ideas, los hallazgos, los detalles, la imaginación, la fantasía, pero también en ella late la crítica social y política del mundo en el que vivimos.
La música de Sparks siempre ha sido difícil de definir. El cine de Leos Carax también. Ambos tienen una personalidad muy rotunda y un conocimiento en sus respectivos terrenos muy erudito. Y, al mismo tiempo, se atreven, exploran, juegan con los géneros. Y en Annette también ocurre eso. Resulta imposible catalogarla porque cada una de las set pièces que la componen responde a un interés diferente y por tanto se inserta dentro de un registro que tiene sus propios códigos y particularidades. Así, la escena de la tormenta, majestuosa, poderosa, dolorosa, tiene naturaleza sinfónica, al igual que otras resultan más directas, o más líricas, o más románticas, o más cómicas, o más incómodas, incluso más terroríficas. Una ópera rock en la que encontramos muchas otras pulsiones. Porque Annette también es un cuento macabro sobre monstruos, sobre bellas y bestias, sobre princesas que muerden la manzana y ogros que se ocultan tras una máscara, sobre niñas-marioneta tristes. Y contiene un torbellino de sentimientos en estado puro, casi rabiosos. Amor, odio, celos, egoísmo y violencia machista.
Puro artificio, pura inventiva. Casi un milagro. Un milagro al borde del delirio, una película onírica, espectral, fantasmagórica, excesiva, brillante y fallida al mismo tiempo y siempre avasalladora, como si te pasara por encima dejándote casi sin fuerzas hasta llegar a un final totalmente devastador, en esta ocasión sin música, el único no cantado, que certifica toda la amargura que esconde este imponente e impetuoso relato.