MURCIA. Una asesora casada y un joven informático se retan a cuestionar las normas sociales en un juego de seducción de consecuencias impredecibles. Le he copiado la sinopsis a Filmaffinity porque para qué darle vueltas cuando esas dos líneas, tan sintéticas, funcionan perfectamente como resumen del argumento de Amor y anarquía, la serie sueca de seis episodios que llegó a Netflix hace unos días y que constituye una muy grata sorpresa. La serie está creada por Lisa Langseth, directora de los largometrajes Euphoria (2017), Hotell (2013) y Pure (2010), protagonizados todos ellos por Alicia Vikander.
La sinopsis nos sitúa, inequívocamente, en el terreno de la comedia romántica. Y aunque no deja de estar ahí la serie, no es lo que se espera y desborda la etiqueta. Estamos acostumbradas a las comedias románticas made in USA (género en total decadencia), o a las historias almibaradas de esos telefilms alemanes de la siesta de fin de semana que transcurren en Suecia. Les aviso, para su tranquilidad, de que Amor y anarquía tiene muy poco que ver con ellas.
Y es que no es nada habitual en una comedia romántica oír hablar de Ingmar Bergman, por más sueca que sea la serie (y sin ser de Woody Allen); de Ruben Östlund, el director de The Square, aquel retrato ácido e inmisericorde de las elites artísticas y culturales con la que la serie tiene varios puntos de contacto; del pasado nazi de Suecia y su colaboración con el Tercer Reich; o de Hannah Arendt y la banalidad del mal.
Tampoco esperas encontrar un discurso como este y que, además, esas ideas sean la base de la serie: “El acceso es la mejor solución a todos nuestros problemas. Convertir las mejores obras literarias en coloridas películas Disney para que las veamos en nuestros móviles mientras estamos ocupados haciendo algo. ¿Por qué temer a la frivolidad del entretenimiento ligero? Es la esencia de la calidad, amigos míos. Todos sabemos que los libros no tienen futuro. Debería prohibirse el pensamiento intelectual. Todos a bordo”.
¿Qué provoca un discurso así en una serie supuestamente romántica? La acción transcurre en una pequeña editorial muy prestigiosa, dedicada a autores no especialmente comerciales y con un gran amor por la cultura y la historia, que está al borde de la desaparición. Allí llega la protagonista, una consultora que se dedica a digitalizar y modernizar empresas en crisis, creando planes de acción de esos que suponen despidos y la pérdida de la identidad y los valores. Además, la editorial va ser vendida a una plataforma de streaming llamada en la serie Stream-US (buena ironía, teniendo en cuenta que es una serie encargada por Netflix), en lo que supone la claudicación absoluta de los valores de la empresa frente al poder del dinero. Esta venta es la que motiva el discurso del párrafo anterior.
Toda esta trama empresarial que pone en evidencia el mundillo intelectual (le dedica muchas pullas) y, sobre todo, la mercantilización de la cultura y la historia, funciona muy bien imbricada con la relación de los protagonistas. El juego de seducción que la asesora, Sofie, establece con el joven informático, Max, un chico recién llegado a Estocolmo procedente de un entorno rural y bastante perdido en su nuevo hábitat, se basa en la ruptura progresiva de las inhibiciones y de las normas sociales, la anarquía del título, una situación que acaba en el caos de sus vidas y de su entorno. Lo que pasa es que ese caos es productivo, es bueno, puesto que conlleva a una vuelta a las esencias, a la identidad perdida, tanto de los personajes como de la empresa y de los valores que defendía y estaba abandonando. Por cierto, la manifestación del deseo, la atracción y las escenas de sexo resultan muy creíbles y estimulantes.
La pérdida de la identidad y los valores es, en realidad, el tema de la serie. La han perdido la protagonista y su marido: ella quería ser escritora, pero ha acabado haciendo tablas estadísticas y presentaciones en power point, mientras que él es un cineasta antaño rompedor que ahora hace publicidad y necesita ver reforzada su masculinidad constantemente. El joven informático no sabe quién es y tampoco parece que la ciudad le vaya a ayudar a saberlo. Los autores que pasan por la editorial acaban revelando algún lado oscuro, como el escritor incel que envía fotopollas a las jóvenes escritoras; o acaban viendo su obra traicionada por las necesidades del mercado.
Los editores de la plantilla de la empresa se ven obligados a ceder en sus convicciones e ideales en aras del éxito comercial. Tiene además la protagonista un padre anarquista, antisistema y anticapitalista, que no deja de recordar a la menor ocasión y de forma amargamente lúcida los males del capitalismo. Es el único que no es cómplice, pero tiene un pequeño problema, una enfermedad mental. Ironía no le falta a la serie.
“Anarquía es una de mis palabras favoritas”, oímos en boca de una amiga de la protagonista en medio de una fiesta de intelectuales acomodados donde, básicamente, todo el mundo ha ido a figurar, a mirar y a ser visto. Langseth propicia constantemente el choque entre unos personajes que, aunque recuerdan que ellos fueron proletarios y se llenan la boca hablando de sus ideales, ahora son elite y cómplices de un sistema de mercado donde todo es mercancía.
Y lo hace no solo en los diálogos o en el argumento, sino creando momentos visualmente chocantes y con mucha ironía, como cuando unos obreros de la construcción, con sus monos y herramientas, irrumpen en medio de la reunión de la editorial, porque creen que les han invitado a almorzar. O cuando la protagonista tiene que caminar hacia atrás (ya verán por qué) justo el día que se firma el acuerdo con la plataforma de streaming.
La banalidad del mal, que aparece explícitamente citada cuando se habla del pasado nazi de Suecia, es el paisaje de la serie. Ese modo de ser cómplice de un sistema que deshumaniza y provoca, ese ‘yo no fui, cumplía órdenes, el mundo es así’. Todo ello está tratado con humor y cierta ligereza que no oculta el fondo de la cuestión. Que el desencadenante de todo, el que obliga a todo el mundo a conectar con su identidad perdida y con su vida, sea el deseo no es casualidad, sino pura coherencia.
Sofie y Max llevan su juego, los desafíos que se imponen uno a otra y otra a uno, hasta las últimas consecuencias, y eso les libera de pudores, de inhibiciones y les hace más libres. Les recuerda quienes son de verdad. Las máscaras van cayendo, de ahí que la desnudez esté presente en algunos momentos no sexuales. Y esa libertad no solo no encaja en lo que el sistema y la sociedad demandan de ellos sino que hace estallar toda la falsedad y el mundo de apariencias en el que viven. Contra la banalidad del mal, anarquía.