MURCIA. En su plato quedaban algunos granos de arroz bañándose en grasilla, algo de morcilla y unos huesos de costilla remordidos y muy limpios.
Creo que me he enamorado. Algo no estoy haciendo bien porque hasta ahora el aislamiento era mi única religión.
Si todo está en su sitio no se necesita compañía de nadie pues la soledad voluntaria es síntoma de buena salud emocional. Pero en este momento siento que mi corazón está lleno de babas, bobadas y veneno de unos labios floridos y dulces como la miel.
Está bien, admito que a estas alturas no tengo nada interesante que ofrecer en ese campo de batalla. De ahí el rehuir de las tortas. Desde hace algún tiempo soy más de solucionar la papeleta succionando. Para jugar al billar con una cuerda pues como que mejor me la quedo para uso personal.
En cuanto me descuido paso las horas buscando su cara en la luna de un escaparate; su sonrisa en las nubes de un motor o sus ojos en el desagüe de un lavabo. Soy feliz porque cada día noto su respeto, la aceptación de mis pasiones y manías, que alguna tengo, y porque no intenta cambiarme. Igual esta vez sí que sí es para siempre.
Hogaño he desembozado mis oídos para escuchar lo que dice, que me tiene embelesado. Puede disparar cañonazos de lo que quiera, que me da igual, porque mi felicidad se centra en mirar y estudiar la densidad o profundidad de sus poros; en la posibilidad de descalzarme y meter los pies en sus hoyuelos o recoser alguna cicatriz aún por descubrir. Pienso en su sangre, saliva, lágrimas, sudor, cerumen, pus, acné, secreciones mucales, bilis, legañas, caspa, orina, emesis, incluso excrementos. Todo lo que su cuerpo expulsa me parece aprovechable. Todo es parte del milagro de su existencia. Sus sobras son el arreglo de mi arroz. Mi horno su cobijo.
Hoy sin ir más lejos, hace un ratito, ha metido con sumo cariño uno de sus dedos en uno de los agujeros en la axila de mi jersey. Me ha arrancado una sonrisa, una cosquilla. Puro amor. «Si quieres algo conmigo tendrás que coserte todos los agujeros de la ropa, ¿eh?», me ha dicho. «Y los coseré, ¡¡¡claro que por ti los coseré!!!», he pensado.
Poco de lo que tengo me gusta, y entre nosotros, tampoco me gusta nada de lo que hago. Ni siquiera tengo amigos valerosos. Y así han sido mis días, con un taladro como banda sonora, uno tras otro tras otro. Pero desde que disfruto de su compañía nada es lo mismo, todo es suave como la piel de un gatito o el culo de un pavo real. Solo quiero su compañía y cuatro chorradas más: los besos escapados de su boca; de sus manos el calor de las caricias; de su mente el pensamiento y de su pecho, de su pecho tan solo me hace gracia el corazón.
Me gusta entrar en casa y saberle en la cocina merendando; encontrar esas notitas de amor que deja cada mañana junto a mi taza del desayuno; entrar en la cama y encontrarla calentita porque ya está dentro durmiendo. Me gusta hasta su receta de arroz al horno, esa que dice que lleva años en su familia pero que ambos sabemos que consiste en echar un poco de curry en la cazuela.
De postre tal vez me dejará chupar la parte oscura de sus globos oculares, la que nunca vemos, la que es fría como la cadena de un columpio. Eso es lo que ahora me apetece.
Han pasado unos meses desde que todo esto cursi y kitsch del amor me ocurre. Gracias por acompañarme en este nuevo camino, beso a beso, aunque aún desconozco si eres hombre o mujer. Qué me importa.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 64 (marzo 2020) de la revista Plaza