MURCIA. Se mire donde se mire en esta realidad porosa, todo está lleno de orificios, y si se mira un poco más en detalle, lo que uno encuentra es el vacío; esto no es una interpretación religiosa, mística o metafísica, sino pura física: la materia, vista desde cerca, está hueca. El 99,9% de un átomo es vacío: si el núcleo fuese un grano de arroz, la nube de electrones que lo envuelve tendría las dimensiones de un campo de fútbol de los grandes. En efecto, el esquema que nos enseñaron en el colegio no se parece mucho a esto; de hecho, los electrones tampoco son partículas orbitando como pequeños planetas: lo que sabemos de ellos en ese sentido es la probabilidad de que se manifiesten en un lugar o en otro, y de eso está hecha la nube electrónica. De probabilidades. Luego, claro, está la cuestión de las fuerzas, el elemento que juega la partida para que en lugar de un gran vacío, haya unos dedos tecleando esto y otros haciendo scroll. Si pudiésemos acercarnos todavía más, no obstante, quizás descubriésemos que en lugar de vacío, lo que hay es un tejido, pero eso, de momento, pertenece al terreno de las ideas sin demostrar. Ya veremos. Quizás cuando miremos de cerca el vacío, en lugar de cuerdas veamos nuestro universo desde arriba, y al acercarnos más acabemos viéndonos a nosotros mismos escrutando el mundo cuántico. Sería un bucle muy poético. Hasta la fecha, sin embargo, lo que sabemos es lo que sabemos. Este mundo no es amable con los triptofóbicos. Nos fascinan los agujeros negros y especulamos con los agujeros de gusano. Nos molestan los agujeros en los guiones y sin duda nos horrorizan los parásitos, muy dados a escarbar y desplazarse a través de surcos. Estudiamos con preocupación los colapsos en el permafrost siberiano que siembran este inmenso territorio de monstruosos agujeros, cada vez más numerosos. Lo dicho.
La escritora japonesa Hiroko Oyamada (Hiroshima, 1983) ha escrito una historia brillante titulada Agujero, e Impedimenta la ha publicado en una edición maravillosa con traducción de Tana Oshima, junto a dos historias más que completan el tríptico. Asahi abandona su trabajo temporal en la ciudad para aprovechar una oportunidad laboral de su marido e instalarse en el campo en una casa propiedad de sus suegros, junto a la que ellos mismos habitan y en la que su marido se crió. Su nueva vida comienza con lluvias torrenciales y continua con el ensordecedor canto de las cigarras y el calor abrasador que les sirve de teatro. Hasta el momento Asahi había trabajado de sol a sol por un sueldo injusto, en unas condiciones mucho peores que las de sus compañeras de contrato indefinido, una vida a la que no le había costado demasiado renunciar en favor de su nuevo hogar, por el cual, gracias a la generosidad de su suegra, no tenían que pagar ni un solo yen de alquiler. Un alivio enorme para una pareja en la treintena en un país dado a los habitáculos urbanos como Japón. La vida de ama de casa sin hijos, sin embargo, la obliga desde el primer día a relacionarse de un modo nuevo con el tiempo: ahora dispone de él, de hecho, en una cantidad excesiva. Con todas las tareas domésticas terminadas antes de mediodía y sin bibliotecas, librerías u otros espacios para ocuparse, Asahi opta por dormir siestas sin aire acondicionado para no consumir energía de forma innecesaria. Fuera, el abuelo riega incesantemente el jardín de sus suegros. Fuera, las cigarras cantan tal vez demasiado. Su marido y su suegro salen de sus casas muy pronto y vuelven muy tarde. Su suegra, que también trabaja, aunque no sabe de qué, es el tronco que sostiene el árbol familiar. Esa mujer es la señora Matsuura, por eso ella es solo la nuera. Por el pueblo discurre un río en el que juegan los niños, aunque según la dependienta del konbini, allí solo quedan abuelos. Un día, yendo a cumplir con un favor para su suegra, Asahi se topa con un animal extraño: no parece un perro, ni tampoco es exactamente un tanuki. El animal, ajeno o indiferente a su presencia, camina por la ribera. Asahi decide seguirlo cuando el animal abandona el camino y se interna en la maleza junto al agua. Es entonces cuando cae en un agujero, en el que queda atrapada por la cintura.
Nuestro mundo es un mundo de tiempo: el ser humano es un ser temporal. Todos nuestros sueños, incluso los más complejos, tienen que ver esencialmente con el tiempo. Nuestra vida es producto del tiempo. Sin drama, pero es una cuenta atrás desde el mismo instante en que empieza. Nuestras sociedades corren hacia adelante alimentándose del tiempo de las personas para permitir que las personas puedan disfrutar del tiempo en un esquema flagrantemente desigual. Autores como el israelí Yuval Noah Harari explican que con la revolución agrícola nos pusimos los grilletes, que los cazadores-recolectores nómadas que fuimos y que dedicaban solo una parte razonable de su día a garantizarse la supervivencia, se convirtieron entonces en esclavos de la propiedad y de sus beneficios, y así, época tras época, llegamos hasta hoy, donde quien trabaja como suele trabajar el común de los mortales —la mayoría— sufre porque no dispone de tiempo para sí mismo ni para sus seres queridos más que el que resta antes de la jornada laboral y después de ella —que en el mejor de los casos, en jornadas de ocho horas, y en caso de dormir como procede, queda reducido a bastante menos de ocho horas en las que hay que cocinar, limpiar y atender tareas domésticas, además de realizarse—, y tampoco se paga tanto por el tiempo como para poder aprovechar ese concepto terrorífico que es el tiempo libre. Quien no trabaja, si no es por voluntad propia, se asfixia en el tiempo, sin recursos y asustado. Quien trabaja también vive asustado por el tiempo de un modo u otro: ¿llegaré a poder disfrutar de mi tiempo algún día? ¿Qué será de mí cuando el tiempo me lleve hasta la vejez? La corriente del tiempo fluye a través de todos los agujeros, y si de verdad existe, al final, terminará por limpiar hasta el último de ellos.