MURCIA. Sale el nuevo disco de The Kills y me lanzo a escucharlo en cuanto sale. En realidad, no tiene nada de nuevo porque son caras B y alguna rareza, pero da igual: son The Kills. Una de las bandas surgidas en la pasada década -la que sin duda marcó el fin de la música pop hecha para la gente del siglo XX- que más me ha enganchado durante este tiempo. Todo lo que hacen The Kills me gusta, incluso cuando suenan un poco a Led Zeppelin. Consiguen que siga saltando el chispazo original, el que sentí al descubrir a grupos como The Cramps o Pixies o Yeah Yeah Yeahs. El nuevo disco de The Kills se titula Little Bastards.
Termino de leer Una presencia ideal, del argentino Eduardo Berti. El autor se entrevistó con trabajadores de un hospital de cuidados paliativos en Francia y ha volcado los testimonios en este libro. El fruto de ese trabajo es una literatura constantemente asida a la realidad, bendecida por el poder catártico de la ficción. Es todo un ensayo alrededor de la enfermedad y la muerte, lo cual espantará a todas aquellas personas que se nieguen a aceptar que, sin la amenaza de lo finito, ni nuestras emociones ni nuestras vivencias tendrían mayor importancia. En este libro que ni es novela ni colección de relatos ni periodismo, Berti deja que enfermeras, médicos, camilleros o psicólogos nos cuenten historias vividas junto a pacientes que estaban condenados a marcharse. Relatos que nos conectan con la esencia de nuestra humanidad, con nuestras contradicciones, con ese misterio imprevisible que somos todos y cada uno de nosotros. Aquí leemos historias de enfermos que no quieren aceptar las más terribles noticias, de familiares que buscan el consuelo de las maneras más diversas, de profesionales que intentan hacer su trabajo en situaciones donde es muy difícil saber en qué consiste exactamente su trabajo. ¿Cómo se alivia el dolor de una persona agonizante? ¿Cómo se relacionan sus allegados? Una presencia ideal me recuerda aquello que dijo Joan Didion, que necesitamos contarnos historias a nosotros mismos para seguir viviendo.
The Kills tienen una imagen estupenda. Nunca hay que menospreciar la imagen de una estrella del rock moderna. Jamie Hince es un poco Gainsbourg, un poco Lou Reed, la única estrella de la música que ha conseguido llevar a Kate Moss al altar. Alison Mosshart es como Jennifer Herrema de Royal Trux, pero desprovista del yonqui chic de esta. Sus canciones tienen mucho de explosión, de reinvención del blues después de haberlo sometido a cajas de ritmo y pedales de distorsión que no estaban en el guion de Willie Dixon. Son como una novela sureña de Harry Crews enchufada a la corriente alterna, y también suenan a poema urbano cuando el Bowery todavía resultaba peligroso. Una de sus canciones que más me gusta, What New York Used To Be habla de cómo lo que antes nos parecía fabuloso ahora ya no lo es tanto. Nueva York, el sexo, el arte, la música. Cuestionan todo eso, pero la canción expresa justo lo contrario, es una despedida casi festiva, una manera de decir que, aunque ciertos fuegos parezcan apagarse, ellos van a mantener encendido el suyo. Por eso cualquier noticia sobre The Kills es siempre una buena noticia. Los vídeos, las fotos, las entrevistas. El recopilatorio que han sacado solamente contiene canciones hechas durante la primera parte de su carrera. Suena endemoniadamente bien, tan coherente que es casi un álbum en sí mismo. Muy buena la versión de I Put A Spell On You. Y la versión que de su propio tema Love Is A Deserter hacen para un programa de radio.
Salgo a comprar el pan y me encuentro con una compañera de Valencia Plaza. Kristen Suleng es otra de las habitantes conversas de El Saler. Comentamos que, a raíz de confinamiento, hay más gente viviendo en estos apartamentos dispersos a lo largo de la Devesa. No es algo que a mí me haga muy feliz porque yo me vine aquí a estar aislado y lo último que me apetece es que esto se parezca a la Calle Colón. Como Kristen tiene raíces nórdicas, está de acuerdo conmigo. Hay gente que viene aquí a vivir y pega voces, enciende las luces como si su terraza fuese el faro de Cullera, o se sienta en ella a escuchar música para que, de paso, la oigamos todos los que estemos alrededor, como si usar los auriculares violase algún código ético. Hay gente que no entiende que, en El Saler, el día a día se rige por unas normas: las de la naturaleza. Si sabes adaptarte a ellas, no hay problema. Pero si te comportas como un dominguero a tiempo completo, entonces la cagas. Ojalá hubiera más residentes como Kristen. Con este sitio ocurre lo que dice la canción de The Kills, El Saler ya no es lo que solía ser.
Una de las cosas que más me gustan de The Kills es su acusado toque velvetiano. Como si fuesen la última generación capaz de asimilar las enseñanzas estéticas de Velvet Underground y la época dorada de la Factory de Warhol. También tienen una de las canciones de amor más hermosas y tristes de los últimos 20 años. The Last Goodbye es un auténtico milagro. Es un vals hecho con dos notas de piano que se repiten constantemente. A medida que Alison va describiendo esa despedida, unos violines se suman al piano y al final, una guitarra sucia rasga la canción sin que esta deje de mecerse o pierda un ápice de su hechizo. Al contrario. The Last goodbye fue la última canción que escuché en 2019.
Mirando en Facebook aparece una foto de hace tres años, seleccionada por ese inquietante servicio que tiene la red social, empeñada en recordarte lo que dijiste o pensaste años atrás. La imagen me sorprende lo mismo que la primera vez. Es una foto aérea de El Saler que en 2017 tomó Eduardo Vendrell desde un avión, porque viendo el paisaje, se acordó de las aventuras de Bowie por estos parajes que me inventé para mi primera novela. En la imagen se ve claramente la franja de tierra en pleno invierno, flanqueada por el agua del mar y del lago. Parece un territorio fantástico, creado por un sueño. Ahora mismo esa imagen ha cobrado más sentido aún si cabe. Edvard Munch pensaba que, en un estado de ánimo intenso, un paisaje ejerce un determinado efecto sobre la persona por eso, al representar este paisaje, el individuo crea también una imagen de su propio estado. A pesar de los ramalazos de vulgaridad, El Saler sigue siendo una dimensión paralela. Un sitio en el que existir sin que el mundo se entere.