En 2014, cuando Facebook compró Whatsapp -previo pago de 19.000 millones de dólares a cambio de 450 millones de números de teléfonos (entre otros, el mío)-, publiqué una tribuna, walking dead, en la que contaba la profecía que había hecho Jesús Orbea, un compañero de la UA relativamente neoludita: "Esta fusión nos convertiría en zombies enganchados a un teléfono y sin poder sobrevivir sin él en la realidad".
Lo cierto es que aquella operación, que vimos como una simple transacción económica, nos transformó de lleno. La adquisición doblegó (casi) al último bastión de supervivientes desconectados de las redes y, parodiando a Quevedo, nos convirtió en seres, en vez de a una nariz, a “un Smartphone” pegados.
De una red para intercambio de mensajes, Whatsapp fue ampliando funciones y pasó a convertirse en oficina, archivo, lugar de reunión, corrala, espía, espacio creativo, confidente, pandilla, comunidad, patria…
Con la pandemia, en el móvil, hemos gestado afiliaciones que no sólo reproducen las dinámicas sociales, sino que las superan. Y el “enganche” virtual nos ha ido “desenganchando” de las conexiones personales reales.
¿Quién no ha deseado un buen día a la humanidad, olvidando saludar al vecino mientras estaba chateando el “feliz hoy”? ¿Quién no ha sido ignorado por su pareja mientras esta le mandaba algún meme de amor? ¿Quién, desde la pandemia, no ha quedado con amigos para tomar unas cervecitas virtuales por videollamada teniendo a colegas en casa?
Whatsapp ha matado la distancia, pero también, en parte, el contacto físico y las relaciones y la vida off line.
Y es que esta aplicación se ha convertido en cuatro años una hipóstasis de la vida y de la sociedad.
Hace una semana hubo un problema que impidió realizar envíos de texto e imágenes a través de WhatsApp. El mundo entró en pánico. En la primera hora de apagón, hubo más de medio millón de menciones en Twitter y se reportaron más de 50.000 incidencias. Aparecieron mensajes de apocalipsis, de pánico por el potencial hackeo de cuentas y hubo crisis de ansiedad durante las seis horas de caída.
No hace falta ser un experto para detectar una peligrosa dependencia colectiva de las redes sociales que nos hace vulnerables. Como los sucesos de la adaptación radiofónica de Orson Welles de La guerra de los mundos de 1938, la caída de la red será un fenómeno que desde la academia tendremos que analizar.
Lo cierto es que el día siguiente, cuando volvió el suministro, media humanidad nos sentimos un poco “resucitados”.
La profecía de mi amigo Orbea es verdad.