MURCIA. Revolotea una energía renovada en esta antigua casa de aperos del Camí de Farinós, en la huerta de Alboraia. Al fin y al cabo hay un señor a punto de los 80 que acaba de conseguir el sueño de su vida. Ahora, qué remedio, no le queda más que ponerlo todo patas arriba otra vez, dirá después. Un poquito a lo lejos, en el horizonte cercano, hay un agricultor diez años mayor que se toma un descanso reclinado sobre el respaldo de la acequia. Son las cuatro de la tarde, la tierra se recupera de las lluvias torrenciales y justo por eso ofrece la limpieza ambiental de aquello que regresa del desastre.
Este es el taller de Yturralde. Antes, durante 35 años, lo tenía unos metros más allá. Hace todavía más tiempo, en una nave destartalada de Ángel Guimerá y en un piso señorial de la calle Císcar. ¡Qué estudio tiene Yturralde!, viene a decirse Yturralde con la expresión alegre con la que recibe. El agricultor diez años mayor que él era quien guardaba aquí su caballo, hasta que por enfermedad hubo que sacrificarlo. Fue a partir de entonces cuando Yturralde vio lo que nadie veía: entre estas paredes estaba el anhelo.
“Lo vi en agosto pasado. No le servía a nadie, pero era perfecto para mí. Tiene espacio para ver los cuadros de lejos, poder fotografiarlos. Con este altillo, que sirve de soporte”. Y un piso superior que se alcanza con una escalera anexa donde una insólita biblioteca y una sala de proyección con ordenador dan cuenta de que en este taller de artista no se pinta solo con pintura.
Qué hay de la luz, Yturralde. “Me viene del norte y eso me ayuda, está hecho para las vacas y los toros. He estado esperando a este lugar toda mi vida, pero hacían falta recursos”.
Donde estaban los caballos y las vacas, los toros y los aperos, ahora está (José María) Yturralde. El Premio Nacional de Artes Plásticas en 2020. El domador de la ciencia con el arte. El que encontró en el MIT de Massachusetts cómo expresar emociones desde el cálculo y encontrar respuestas en el abismo de las estructuras. Nadie hubiera dicho hace menos de un año que uno de sus ensō -esos círculos flameantes que hacen mirar a la cara el vacío- descansaría justo aquí como si fuera un gato que espera a que baje el sol. Al darle la espalda a la obra y regresar con la vista, parecerá que sigue emanando luz, vivo al completo. Recuerda a Hathor, el inmenso círculo de 9x9 que presidió el IVAM la temporada pasada y que forma parte de su serie más circular.
Yturralde está de estreno y por eso enseña las dependencias con voluntad inaugural. Antes de sentarnos, hay que ganarse la silla. Atravesar el salón superior, donde las computadoras, mirar desde allí las geometrías que dibuja l’horta. Imaginar al artista intercambiando foco entre el cálculo de sus obras y el paisaje. Acariciar las paredes.
¿Influye el entorno en la obra?, ¿aunque sea a través de los biorritmos del artista?, ¿es un lugar común o una lógica irresistible desde el mismo momento en que se ve València a lo lejos, aunque tan cerca, y se tiene la sensación de estar en la cara calmada del mundo? “Hay un mundo”, aflora Yturralde. “Desde aquí ves el cielo, el campo, la vida cómo crece. El ejercicio de sacar el alimento de la tierra”. Para un oficiante como él, sigue, “la herramienta más importante es el espacio, el ámbito en el que trabajas. Poder trabajar aquí ayuda a ver las cosas de lejos. Llegar aquí me conectó con una vida esencial”.
Entre las especulaciones, puede que Yturralde necesite apaciguar el contexto lo suficiente como para poder ver la infinidad con nitidez. A veces, de su discurso, podría dar la sensación de que estamos ante un astrónomo: “¿qué sostiene a la Tierra?”, se pregunta. “La idea del vacío, de la nada, se ha estudiado desde tiempo inmemorial”. Sus círculos vendrían a señalar la inmensidad del vacío; de un vacío repleto de elementos que no percibimos.
“A mi edad provecta he conseguido el espacio adecuado. Ahora ya no puedo pensar que soy un abuelo, no puedo desfallecer”, vuelve a bromear mientras baja por la escalera. Normalmente llega al nuevo emplazamiento sobre las nueve. A la hora de comer se da un respiro y suele alimentarse de un ligero paseo por la huerta. Acude a la lectura, a los ordenadores. Con esta luz cree que todavía puede alargar más los días. Le inquieta cómo hacer para abrir las ventanas y que no entren insectos. Encaminados hacia un rogle espontáneo con tres taburetes y una hamaca -“siempre me gustó la que tenía Rothko”-, las voces se vuelven más pausadas. Yturralde le da vueltas a su necesidad de comenzar de nuevo. “Tengo que retomar el hilo. Llevo nueve meses sin poder pintar”. Estaba situándose.
Ante la inminencia de comenzar de nuevo, resulta igual de irresistible pensar si supondrá el inicio de una nueva serie. Si Yturralde se decantará por nuevas geometrías. Si ha acabado una etapa para dar paso a otra. Pero esas conjeturas son fulminadas de golpe. “Nunca sé cuándo concluye una serie y comienza otra. En realidad nunca acaban. Solo sé cuando tengo ganas de ir a otra cosa. A veces las formas se vuelven muy pesadas, se apelmazan, y ya no puedes ir a más. Por ejemplo, con la serie ensō, tengo ganas de que se abran. En la cultura oriental repiten los círculos constantemente y los dejan algo abiertos, de una manera algo mística”.
Ahora ya sí, Yturralde va a comenzar. No lo hace por mostrar su voz o elevar su tono. “Siempre he entendido que el arte no es una forma de expresión, sino una forma de conocimiento”. Es la hora de seguir conociendo. “Ya no falta nada para ponerme a pintar”.