Todos los años lo mismo: de los creadores de las monotonías vitales como la de los efectos del cambio de hora en nuestro estilo de vida llega la secuela refrita de la invasión de los madrileños a nuestras costas. Los habitantes de los planetas que giran alrededor del sol capitalino (ya dijo Enric Juliana en Alicante Plaza que España era como una galaxia en la que cada atmósfera desconocía las características de las otras) terminan colapsando de la sobresaturación del exceso de exploradores playeros percibiendo a los extraños como una amenaza; hasta un bar de Galicia ha decidido cerrar en verano tomándose un retiro zen huyendo del infierno veraneante.
Es curioso que una práctica que se normalizó en los años sesenta y que en 1968 se describió en el cine con la cinta El turismo es un gran invento no haya tenido una reacción negativa hasta casi medio siglo después. La gran operación salida que democratizó las vacaciones estivales para las clases medias como uno de los efectos del estado de bienestar llevaba produciéndose armónicamente hasta que en los últimos años la degeneración del modelo ha terminado por dar la nota de un turismo que es la canción que hace vibrar a nuestra economía. Los nuevos modelos turísticos más asequibles y baratos y qué han atentado en las estructuras urbanas a unos niveles sin precedentes seguramente tengan que ver con esta nueva reacción, pero no son la única causa. La turismofobia, aislada antaño, ahora amenaza con demonizar a todo el sector en su conjunto, unos viajantes que antes incomodaban a pequeña escala en el umbral del dolor sentimental de los vecinos cada día levantan más ampollas en el ambiente.
Los factores que han llevado a la mutación demoníaca del turismo son más antropológicos y sociológicos que urbanísticos o económicos. El primero de ellos está relacionado con una pérdida de valores y de educación que afecta a todas las parcelas de la vida del tiempo actual. Desde el tardofranquismo y desde que Manuel Fraga se propuso convertir a España en un referente turístico se produjo un éxodo de viajeros hacia otros rincones de España, el impacto del turista medio se palpaba, se percibía, pero no se vislumbraba como un elefante en una cacharrería que arrasaba con todo. Había un respeto al ambiente por parte del intruso, un decoro propio del visitante, el que venía a un sitio sabía que tenía unas licencias propias del que no es del lugar, ahora la cosa ha cambiado y todo el que viene se cree con derecho a usar a su antojo el ecosistema vacacional porque para eso se ha dejado un dinero; han desaparecido los turistas y ahora proliferan los domingueros, unos especímenes que no se adaptan al ambiente y viven con ostentación su tiempo playero. Por otro lado, los que acogemos a los que vienen hemos caído en la desconfianza existencial que alerta Víctor Lapuente en Decálogo del buen ciudadano: cómo sobrevivir en una sociedad narcisista (Península), un germen que ha hecho que no nos fiemos de los otros estrechando todavía más nuestra camarilla de confianza. Las actitudes ególatras de los que sospechan y de los que amenazan han hecho el aire irrespirable.
Otra de las cosas que quizá tenga la culpa de esta tensión hacia el madrileño tenga que ver con la propia actitud autosuficiente de los capitalinos, unos que viven muy alejados de las sensibilidades patrias distintas al centralismo, hay una gran desconexión del establishment del resto de España, por eso muchos políticos absorbidos por el pequeño Madrid del poder no empatizan con la periferia; pisan la arena de las playas mediterráneas convencidos de que están ante una extensión de su reino.
El turismo es un gran invento, pero los turistas antes eran mejores personas que ahora.