Esta vida compleja que habitamos esconde numerosos sinsabores, pero también ofrece tremendas dosis de justicia poética. Uno de mis escenarios de resarcimiento espiritual preferidos se da cuando algún empresario protesta por no encontrar a gente que acepte someterse a sus infames condiciones laborales. Existen pocas situaciones más satisfactorias que observar a un explotador quejándose de que no tiene personas a las que explotar a gusto. Cuantísima belleza junta. José Miguel, cariño, nadie quiere dejarse los riñones en tu absurda empresa, por ese absurdo salario y en ese absurdo horario del infierno. Asúmelo. Aceptar el fracaso es parte de la vida.
El fenómeno es especialmente frecuente en el gremio de la hostelería, un sector que no es conocido por el bienestar que ofrece a las plantillas, pero lo encontramos en muchos otros ámbitos. "La gente no quiere trabajar", lamentan estos jefecitos mientras se rasgan las vestiduras y explican que buscan camareros que trabajen 200 horas al día a turno partido por un total de 2 euros la hora. ¿Cómo puede ser que ningún desgraciado acceda a deslomarse para generar beneficios en su emporio? ¿Por qué todos esos inútiles no agachan la cabeza y pasan por el aro?
Estas rabietas tienen dos modalidades: o bien intervienen en espacios televisivos de extremo centro o bien despliegan su argumentario plañidero en redes sociales. En cualquiera de los casos, el patrón en cuestión jamás asume que la culpa pueda estar en su lado de la balanza, por supuesto. El problema es, siempre, de los potenciales empleados que huyen despavoridos. No sé, cielo, dale una vuelta.
Y ahí comienza la segunda parte del relato. Para justificar esa ausencia de candidatos, toca criminalizar al humano que no quiere trabajar bajo sus órdenes. Por eso no dudan en llamar a sus conciudadanos vagos, perezosos y flojos (que aquí siempre a favor de la pereza, pero no parece que sea la clave en este asunto); en criticarles por no acatar sus deseos con entusiasmo. Como si la gente te debiera alguna extraña lealtad por haber alquilado un bajo comercial y querer lucrarte con ello.
Claro, ha calado tanto la visión del trabajo como una bendición divina a la que solo puedes tener acceso si eres ‘la mejor versión de ti mismo’, que parece un sinsentido rechazar un puesto de trabajo, el que sea, porque no estés de acuerdo con las condiciones que ofrece. El buen patrón te escoge a ti de entre un atajo de desarrapados. Te otorga el privilegio de servir en sus filas corporativas, ¡menuda suerte! Debes estarle agradecido por la enorme generosidad de acogerte bajo su ala y pagarte con dinero en lugar de con cacahuetes rancios. Debes estar exultante ante la posibilidad de producir riqueza para ese señor. ¡Te ha sacado del arroyo! Ha construido ese puesto de trabajo con sus propias manitas emprendedoras, lo ha moldeado para ti. Despreciarlo sería, pues, un pecado imperdonable.
También les encanta comentar que la gente prefiere cobrar el subsidio de desempleo en vez de trabajar (un subsidio que, por cierto, tienen todo el derecho del mundo a cobrar, no es tampoco un premio ni un obsequio). Efectivamente, si hay una cosa que maravilla al ciudadano de a pie es vivir sintiendo que están agotando el paro, que se van a quedar sin ingresos y que van a tener que recurrir a alguna minúscula ayuda pública para subsistir. Como si esa ‘paguita’ que tanto sacan a relucir los mandamases para acusar a otros de vagancia fuera sinónimo de empezar a nadar en la opulencia y no un último recurso para evitar el naufragio vital. O eso, o hay unas paguitas de 6.000 euros al mes por el mero hecho de existir y nadie me ha hablado de ellas (si es así, ya os vale).
En un contexto de explotación y precariedad salvajes no deja de resultar perverso que la sospecha de malas prácticas laborales recaiga siempre en la masa de subalternos. Como si la mayoría de asalariados no tuviéramos ya a la policía de la productividad atrincherada en el pecho. Como si a nuestro alrededor no se acumulara gente quemadísima que intenta salir adelante como buenamente puede. Gente haciendo horas de más no remuneradas, dejándose la salud en una oficina o una barra, ahogándose en angustias proletarias. Gente con pánico a perder un puesto que ni siquiera le da para existir sin el agua al cuello.
Los manuales de autoayuda que tanto triunfan en los entornos corporativos animan a los empleados a estar en continuo proceso de reinvención, a adaptarse una y mil veces a lo que demande el mercado. Uno podría pensar que todos esos jefecillos ansiosos se aplicarían el cuento e intentarían mejorar sus ofertas para resultar más atractivos a la posible mano de obra, pero, al parecer, no creen que ese discurso les apele a ellos. De hecho, en cuanto se sienten cuestionados, sacan veloces el comodín de la inevitabilidad: ‘siempre se ha trabajado así’ y ‘no hay otra manera de hacer que el negocio salga rentable’. Vamos, que ninguna solución que pase por mejorar la vida de los trabajadores les va a parecer bien. Recordemos las trompetas de la muerte que iban a sonar con la subida del SMI hace unos meses, la hecatombe económica que se avecinaba con eso de sumar unos centavos a las nóminas más raquíticas.
Pues, bebé, tengo una mala noticia para ti: si no hay gente dispuesta a dejarse explotar por tus delirios patronales, te vas a quedar sin empresa. Es más, mi vida, si tu negocio no es sostenible cumpliendo la legalidad, no puedes mantener ese negocio. Mecachis en la mar, menudo disgusto. La amenaza de ‘si no aceptas este curro tengo a otros doscientos en la puerta esperando’ deja de tener sentido en cuanto no hay nadie más dispuesto a asumir el marrón.
Llegamos entonces al cogollo del asunto: casi parece que esos plañideros desearían establecer legalmente un régimen de semiesclavitud. Lo que de verdad les frustra es darse cuenta de que no pueden seleccionar a unos cuantos desdichados y obligarles a currar para ellos en las condiciones que les salgan de las narices. Consideran al asalariado una máquina de su propiedad, un organismo al que absorber la energía, las fuerzas y la motivación. Por tanto, que alguien rechace su oferta, que tenga margen de maniobra para decidir a quién vende su fuerza de trabajo, les resulta perturbador e indignante. Su auténtica tragedia es que, aunque se salten cada dos por tres la legislación laboral, todavía no han logrado instaurar de forma generalizada los trabajos forzados.
A los compungidos empresarios que no logran completar sus plantillas solo tengo una cosa que deciros: cultura del esfuerzo. Esforzaos por conseguir vuestros objetivos, si no encontráis empleados es que no le estáis poniendo a la búsqueda suficiente empeño. Intentadlo con más ganas, echadle más horas. A ver si es que os falta compromiso con el proyecto… Si lo puedes soñar lo puedes crear, ya sean puestos dignos o un sistema de subalternos con grilletes. Lo que más os apetezca.