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tribuna libre / OPINIÓN

Una fiesta frugal

29/07/2020 - 

MURCIA. Hoy han venido a cenar los parientes frugales. Hacía una noche espléndida. Hemos extendido el mantel en la mesa del patio que da al mar. Enfrente, el paseo, las palmeras, la balaustrada y la oscuridad del mar solo desvelada por el áureo camino de la luna sobre el leve vaivén de las barcazas.

La parentela nos ha agasajado con diversos presentes. Es sabido que esta gente frugal llega con sus subsistencias y se marcha pasando el cepillo a la mesa. Así les va, como una bala. Allí donde fijan la vista, brota riqueza. No llego a entender la etiqueta con la que son tratados. Avarientos es el mote más condescendiente. Yo los miro y me producen ternura. Lo que ocurre es que enseguida me dejo embelesar por los secretos que se les supone a esta parentela que acostumbra a vivir por debajo del nivel del mar, a admirar los campos de tulipanes y a tener siempre presente en el horizonte la silueta de los ciclistas recortándose sobre molinos lustrosos.

(Cuando la familia frugal me habla de los paisajes de su país, de sus cielos azules perlados de altas y blancas nubes como de algodón, hileras de árboles de troncos escuálidos a ambos lados de sus caminos de tierra, hierba alta, flores y agua en permanente movimiento, me acuerdo del Campo de Cartagena y de sus molinos derruidos, algunos semiocultos por los huertos de limoneros y por los cañaverales a ambos lados de la autovía. Y pienso que lindo el sueño de aquel paisaje con velas blancas desplegadas al viento, sus telas inmaculadas sucumbidas por sucesivas oleadas del viento oloroso y alegre del Mediterráneo, si hubiera alma, o cuerpo o idea alguna en estos nuestros gobernantes que se asoman a los yacentes restos arqueológicos de la ciudad árabe desde su palacio de gobierno).

Los parientes frugales se sienten a la mesa. Recuerdo la velada: la mesa en el patio, las velas y candiles por doquier, un Buda iluminado desde dentro que pasa del azul al rojo, del carmesí al rosado, del naranja al amarillo, las palmeras, la balaustrada, las cañas de los pescadores con sus indicadores de led y sus diminutos cascabeles, el brillo de las brasas de un cigarrillo y el mar, el inmenso, inabordable, misterioso y atrayente mar. Y la mesa llena de manjares con mucha verdura y carne a la brasa regada con  vino tinto con denominación de origen Jumilla. Aparte los postres, el café y los lanceros, gentileza de nuestras amistades bolivarianas. ¿Cómo no encandilar a esta parentela frugal?, ¿no somos encantadores?, ¿no somos hijos del Mediterráneo, de sus naufragios y de sus náufragos?. ¡Oh, Ítaca, añorada Ítaca!.

Nuestros frugales nos observan con asombro. Han leído a Kant y no ocultan que están encantados de haberse conocido, y de haber aprendido a poner el reloj en hora cuando el filósofo de Königsberg cruzaba la plaza del ayuntamiento de la ciudad báltica para impartir clase en la universidad. Además, siempre obsequian una edición ilustrada de la fábula de la cigarra y la hormiga cuando son invitados a un banquete (piensan que es el preludio de la gran bacanal). El regalo sigue envuelto en un bonito papel celofán. Su apertura se deja para el final de la cena, cuando se pase al escenario habilitado para las copas, lo que no tranquiliza a nuestros invitados frugales porque ellos desean un ambiente otoñal, con las primeras ráfagas del viento del noreste, y no la fiesta permanente, el verano eterno, el sol recorriendo cada centímetro de piel, escalando colinas y bajando en alegre tobogán hasta los lindes del oscuro y húmedo bosque.

Nuestros invitados frugales saben, como lectores hábidos que son de Spinoza, que el mundo está enfermo y que formamos parte de la enfermedad, lo que no deja de ser escandaloso porque nos pone a la misma altura moral que al maldito y fastidioso coronavirus. Pero  miran para otro lado cuándo comemos y bebemos como si fuera el último día. No va con ellos. Por eso son frugales, porque con poca cosa se apañan: un dique que contenga la tempestad, un pintor que inmortalice la escena, una  calle con escaparates iluminados en rojo, un bisturí y un buen enfermo que sonría mientras le extraen el corazón. Creen en el sacrificio y, aunque Calvino les pille ya muy lejos, en el autosacrificio, pero aborrecen de las imágenes idólatras y aplican un método científico a la curación de las plagas profanas. Tampoco recitan ante las multitudes párrafos de un librito de Santa Teresa de Jesús, ni afirman que su lectura nos aliviará de la cruz que llevamos encima y de la que nunca podremos deshacernos.

Finalmente, cuando la luz de los candiles del patio se disipa al amanecer y el sol emerge majestuoso del fondo del mar, los parientes frugales consiguen su propósito: que desenvolvamos el libro de fábulas (sin rasgar el papel celofán) y que lo abramos por donde señala el marcapáginas. La fábula de la cigarra y la hormiga, el canto alegre de la primera en los largos día estivales y el trabajo paciente, continuo y sacrificado de la segunda hasta hacer rebosar el almacén del hormiguero. Luego, el viento, la lluvia, la caída de las hojas de las hayas, la solapa de la chaqueta vuelta hacia arriba para proteger el escuálido cuello de la cigarra de la molesta ventisca y la hormiga cartesiana calentándose junto al fuego acogedor.

Los invitados frugales nos miran con el rabillo del ojo. A mí y al resto de anfitriones. Nos preguntan si debemos obedecer a la razón, a los dioses, a ambos o a ninguno (Jean Giraudoux sabrá). Frugales aguafiestas cargando la escopeta con las fábulas de Esopo. El sol pende inestable sobre el mar, las gaviotas graznan en círculos sobre la vertical del patio, pasea embozada la gente adaptándose a las sinuosidades de la costa. Detrás de las mascarillas, rostros serios, rostros de ingleses, alemanes, franceses. A lo lejos, algún diálogo en italiano. No hay muchos frugales por estas tierras, acaso solo nuestros parientes que emigraron en los años sesenta a Bélgica, luego se alejaron de nuevo y recalaron en Utrecht. "Esto está muerto" – nos dicen-. "El hormiguero sucumbió con la pandemia. La cigarra se quedó muda y se esconde huyendo de su sombra".

Muertos los clásicos, solo nos queda el miedo al futuro o la valentía para afrontarlo. 

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