MURCIA. Habitualmente escribo para Murcia Plaza sobre temas de empresa, lo que los economistas entendemos como microeconomía. Pero los últimos dos artículos han sido más de 'macro', y quiero terminar esta serie dedicando unas reflexiones al déficit público.
Por situarnos, el déficit público es la diferencia entre los ingresos y los gastos de una Administración (Ayuntamiento, Comunidad Autónoma, Estado) o de un conjunto de Administraciones (el conjunto de los Ayuntamientos, de las Comunidades Autónomas o de todas las Administraciones), cuando los gastos son superiores a los ingresos.
O sea, cuando gastan más de lo que ingresan.
Si la misma situación se produce en una familia utilizamos esa expresión tan común de “es que no llego a fin de mes”, o sea: la familia no tiene suficiente dinero como para cubrir los gastos originados durante ese mes.
Ante esa situación, cualquier familia tiene que buscarse las habichuelas, lo que en términos económicos significa buscar financiación. Y para ello puede optar entre financiación propia (gastar sus ahorros, vender algún objeto por Wallapop o Vinted, vender un terreno, la casa de la playa…) o a financiación ajena (pedir un anticipo de nómina, "tirar de tarjeta de crédito", pedir dinero a algún familiar, o un préstamo bancario…).
Esto mismo ocurre también en la empresa: ante necesidades de financiación de un déficit (provocado por pérdidas en el negocio, por un exceso de existencias o por querer realizar una nueva inversión en un equipo productivo por ejemplo) puede acudir también a financiación propia o ajena. Y el secreto estará siempre en articular el mecanismo más "rentable" para ella, y pongo el adjetivo rentable entre comillas porque no tiene que ser necesariamente el de menor tipo de interés.
El caso es que ninguna familia ni empresa puede funcionar durante muchos años con déficit, pues terminará, en el caso de las empresas teniendo que acudir a un proceso concursal, y en el caso de una familia acudiendo también a algún tipo de proceso concursal, a servicios sociales, o siendo desahuciada. Y desgraciadamente estamos teniendo muchos ejemplos los últimos años tanto en empresas como en personas y familias.
En la década de los 80 conocí a una persona que era director general de una gran empresa pública, entonces todavía del INI. En esos años salieron al mercado las primeras hojas de cálculo (la primera versión de Excel es de 1985) y estaba muy ilusionado porque le ayudaban enormemente en su tarea de dirección pues le ahorraban mucho tiempo en el cálculo de grandes números y en simulaciones, algo que entonces suponía procesos largos y tediosos.
El caso es que desde su experiencia en la dirección de empresas de todos los tamaños me decía: manejar una gran empresa es como manejar un pequeño negocio, simplemente hay que "añadir ceros" a las cifras.
El Estado es también de alguna forma la mayor empresa de un país. Y como tal, a la larga es insostenible un déficit público continuado y creciente.
Es algo tan de sentido común que sigue produciendo sorpresa que economistas y políticos traten de crear argumentos que –me parece- en el fondo no se creen.
No es por asustar, pero actualmente la deuda pública española supera los 39.000 euros por habitante, que significa casi ¡95.000 euros! por contribuyente. Y no podemos caer en el engaño de aquellas famosas palabras de una política encumbrada hasta hace poco a la vicepresidenta primera del Gobierno que dijo: "Nosotros administramos dinero público, y el dinero público no es de nadie".
El endeudamiento de cualquier empresa tiene un límite, determinado por la confianza o seguridad que tenga el financiador en poder recuperar ese dinero. Una vez alcanzado ese límite la empresa sólo tendrá la posibilidad de “recuperarse” siendo rentable, es decir generando superávit (beneficios). Y –simplificando- esto lo conseguirá aumentando sus ingresos y/o reduciendo sus gastos.
Pero ¿qué pasa en una empresa que solo puede aumentar sus ingresos mediante impuestos (soportados por los de siempre…) y además no parece dispuesta a reducir sus gastos?
Me parece que para responder no hace falta ser economista, ni profeta…
Economista
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