MURCIA (EFE). La inmensa obra de Joaquín Sorolla, de cuya muerte se cumplen este jueves cien años, se ha afianzado en los últimos meses como uno de los referentes artísticos españoles más admirados, homenajeados, reproducidos y cotizados gracias a su visión pictórica de la luz, el costumbrismo y la naturaleza.
Especialmente querido por el gran público gracias a sus eternas estampas vitalistas, infantiles y luminosas de las playas -sobre todo mediterráneas, pero también cantábricas-, el pintor valenciano goza en este 2023 de una merecida veneración colectiva a su figura y su obra con motivo del centenario de su muerte, que tuvo lugar en Cercedilla (Madrid) tres años después de sufrir un ataque de hemiplejia en su casa madrileña de Martínez Campos -desde 1932 el único museo que lleva su nombre- que le paralizó ya sin remedio.
El Año Sorolla luce con orgullo y por doquier en museos y espacios expositivos, en estaciones y trenes, en calles y palacios, en sellos, vinos y monedas, en medios de comunicación de todo el mundo y, también, en tiendas físicas y virtuales que venden un sinfín de productos basados en algunas de sus obras más famosas -marineras, paisajísticas, provincianas, históricas o ajardinadas- y que forman parte ya del acervo colectivo de la pintura española contemporánea.
La biografía del impresionista, luminista y naturalista Joaquín Sorolla y Bastida, nacido en Valencia el 27 de febrero de 1863, está profusamente documentada (pese a algunos paréntesis en alguna de sus estancias europeas de juventud), relatada y fotografiada, algo no tan habitual para un artista de su generación. Viajó mucho y se dejó ver y retratar, siempre trabajando con su caballete al aire libre, como si fuera el trípode de su cámara, en rincones de toda España.
¿Cómo fue posible que sepamos tanto de él? En parte, gracias a que en su madurez artística gozó de un gran reconocimiento nacional e internacional -con exposiciones en numerosos países, premios, encargos, obras repartidas en museos de prestigio y mecenazgos de postín-, a que dejó un legado pictórico de más de 2.000 obras y al respaldo que tuvo de la Casa Real española, a la que retrató en varias ocasiones y que avaló su estatus y el de su familia.
Quedó huérfano a los 2 años y sus tíos, tras ver que los pinceles se le daban bien, propiciaron que entrara al mundo académico de la pintura, que al principio le daría de comer y le abriría las fronteras españolas (sobre todo a Roma, becado por la Diputación de Valencia, y París) pero que, décadas después, le haría famoso en vida y leyenda tras su muerte.
A los 15 años ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Valencia y a partir de ahí se sucedieron las clases y las inmersiones en museos y obras de autores que irían marcando su estilo, tanto las temáticas religiosas e históricas como los paisajes y actividades pesqueras y rurales de su Mediterráneo natal, que luego iría ampliando por toda la geografía nacional con un punto de vista fotográfico y encuadres donde las pinceladas atrapaban la luz de cada momento del día.
Los reconocimientos se fueron sucediendo y su nombre se hacía ya un hueco en la escena pictórica de las últimas dos décadas del siglo XIX; estaba sembrando el camino y, sobre todo, experimentando ya con la luz, los focos y los matices del ocaso, con el mar siempre de fondo, para dar una vuelta de tuerca a lo que ya hacía Ignacio Pinazo con maestría pero que él logró convertir en una marca propia.
También empezó a plasmar en sus cuadros temáticas de denuncia social, influido posiblemente por su amigo de la infancia Vicente Blasco Ibáñez -con obras como "¡Triste herencia!", "¡... y aún dicen que el pescado es caro!" o "Trata de blancas"-, mientras en Estados Unidos crecía su prestigio con exposiciones que lograban el respaldo de crítica y público.
Allí fue donde el fundador de la Hispanic Society of America en Nueva York, el aristócrata Archer Milton Huntington, le encargó su gigantesca "Visión de España", el ambicioso retrato regional que, después de muchos años de trabajo y viajes, Sorolla envolvió en catorce paneles de enormes proporciones donde reina su perspectiva de las realidades de las provincias españolas de entonces.
En 1888 se casó con su musa y protagonista de numerosos retratos, Clotilde García del Castillo, con quien tuvo tres hijos -María, Joaquín y Elena- y que fue su "mano derecha" para gestionar su obra y sus exposiciones; tras la muerte del pintor, su viuda cedió toda la obra que estaba en su poder y la casa familiar al Estado español, que la convirtió en el actual Museo Sorolla.
Su ciudad natal, precisamente, intenta este año quitarse una espina que lleva clavada desde entonces (que el museo de su pintor más famoso esté en Madrid) y acaba de inaugurar una sala permanente dedicada a él en el Museo de Bellas Artes, en el que también estos meses pueden verse las obras de Sorolla que posee la familia Masaveu, la colección privada más numerosa en España y la tercera a nivel mundial del artista valenciano.
En Valencia se han programado hasta siete exposiciones temáticas sobre su artista más universal -y que da nombre a su estación ferroviaria de alta velocidad-, así como conferencias, publicaciones y rutas callejeras que han contado con el respaldo de la Generalitat, que declaró 2023 el Any Joaquín Sorolla.
Todo ello se enmarca en un amplio calendario global de actividades promovidas por la Comisión Nacional del Centenario Sorolla, un programa abierto hasta finales de 2024 y coordinado por la Fundación Sorolla y su Museo madrileño.
Este programa prevé más de una treintena de exposiciones en veintisiete instituciones culturales y museísticas en veinte ciudades de España y de países como Dinamarca, Estados Unidos e Italia, así como conferencias, publicaciones e iniciativas eductivas. En esa Comisión Nacional participan el Ministerio de Cultura, la Generalitat Valenciana, la Comunidad de Madrid, la Diputación de Valencia y los ayuntamientos de Valencia y Madrid.
Así, el legado sorollesco ha podido verse este año en ciudades como Avilés, Toledo, Bilbao, Madrid, Alicante, San Sebastián, Valencia, León y Barcelona con proyectos culturales enfocados a lo local -la visión regional de Sorolla es casi enciclopédica- o a alguna temática o técnica en particular.
También entran aquí las nuevas tecnologías de inmersión expositiva (como en el Palacio Real de Madrid o la Marina de Valencia), mientras el Museo Sorolla ofrece un recorrido con el diálogo literario que el escritor castellonense Manuel Vicent ha diseñado en torno a mares sorollescos como el de la Malvarrosa, desde cuya playa se puede ir paseando al monumento de Valencia -obra de Mariano Benlliure- a su pintor más querido, el que inmortalizó sus olas, sus niños y sus pescadores, pero sobre todo su luz.