VALENCIA. La nieve cae tras la pequeña ventana y los gruesos muros que protegen a mosén Pedro del Frago en su modesta estancia de la villa de Gorga, junto al río Seta, a unas pocas millas de Cocentaina. Es párroco de los doce pueblecitos de cristianos nuevos que se dispersan a lo largo del abrupto valle abierto por el mencionado riachuelo. «Valiente insulto a la fe que les llamen así», piensa mientras se estira la sotana hacia el suelo y recuerda otros fríos inviernos, pasados en su castillo natal primero y en París, cuando estudiaba teología en la Sorbona, después.
En su juventud, en marzo de 1525, había recibido con alegría la decisión de la Junta de teólogos y hombres del rey que desde Madrid había confirmado los bautismos masivos de musulmanes realizados durante la revuelta de las Germanías. A partir de entonces ya no existirían diferencias religiosas en el Reino de Valencia, todos se- rían cristianos. Eso pensaba, claro. Ahora, treinta y cinco años después, tras haber llegado a la diócesis valentina como parte del séquito del nuevo arzobispo, conocía la cruda realidad.
Hendió la pluma de ganso en el tintero y se puso a escribir, consultando el bosquejo que había pre- parado para un sermón, el «Breve memorial de las abominaciones y ritos perversos que los nuevos convertidos, apóstatas de nuestra santa ley, hazen en este Reino de Valencia pública y desvergonçadamente con muy gran ofensa a Dios». Aquel día, como le había indicado la mismísima sacra, cesárea y real majestad de don Felipe II en una con- versación previa, enviaría el escrito a la corte para que sus observaciones fuesen tenidas en cuenta.
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