Automática Editorial y Baile del Sol acogen en sus catálogos estos volúmenes de historias breves que transcurren en un territorio tejido de recuerdo y sueños
MURCIA. Sucede en la plaza de una aldea un instante antes de la caída completa del sol: hay filigranas de farolillos dorados, aroma a brasa, el arrullo de la corriente de un río cercano, huellas de jabalí y de oso en el suelo que niños disfrazados han pintado de color acompañados por adultos con máscaras que celebran con ánima estival. Durante años estos hechos recorren un arco en la memoria, cambiando su consideración de crónica fidedigna a narración adulterada, de ahí a fantasía onírica, para terminar volviendo al primer estadio con la confirmación accidental de los hechos por parte de alguien con más edad y un cerebro totalmente formado cuando esto pasó. Un festival íntimo y primitivo tuvo lugar en el recóndito poblado recuperado del olvido y la maleza por parte de los nuevos propietarios de sus casas abandonadas. Las probabilidades de que este eco del pasado fuese, en efecto, una historia real, se antojaban escasas. El campo es un territorio singular en el que dos dimensiones de acontecimientos se superponen, se elevan y descienden en una danza de realidades que permite que conviva lo más humano con lo sobrenatural, lo bello y lo torcido, lo delicado y lo más áspero. El tiempo y la distancia, además, tienden a fusionar estas capas, haciendo que con el paso de los años, sea casi imposible distinguir lo que fue de lo que se quiso que fuese. Si el campo era hogar, a veces ambas dimensiones se fusionan por completo en un tejido mitológico, que en el caso de los libros que siguen, recibe el nombre de Bulgaria.
Abecedario de pólvora, de Yordán Radíchkov, publicado por Automática Editorial con traducción de Viktoria Leftérova y Enrique Gil-Delgado, recoge sus relatos, a caballo entre lo real y lo fantástico (o mágico, aunque uno prefiere evitar este concepto por algo cursi) en este paisaje balcánico y emocional de la tierra vivida: “Es una abubilla, le dije a mi tío. «Lo sé —me contestó—, está esperando la oportunidad para sobrevolar al muerto y así convertirlo en tenetz. Como suelo ir a hacerles el corte a los difuntos con la navaja, la veo venir muchas veces. En cuanto empiezo la faena, se tira al suelo chillando...». La abubilla no pudo sobrevolar a mi padre y el hombre se fue adonde le correspondía. Vale, pero entonces yo me pregunto: puesto que la abubilla estaba en la espalda de mi cerda, sobrevolando el socavón cuando aquel se abrió, en caso de que la cerda hubiera perecido... ¿no se convertiría en un tenetz? Si se ha transformado en tenetz, empezaría a venir a mi huerto a hozar, entraría en el gallinero a beber la sangre de las gallinas y destrozaría la pocilga. ¡El tenetz es invisible y no hay forma de librarse de él! Algunas noches pongo la oreja por si oigo crujir la portezuela, por si oigo las pezuñas porcinas, y por las mañanas voy al huerto a buscar huellas de hocico. Hasta ahora no he notado que haya hozado: ni en el huerto, ni junto a la casa o el pajar; tampoco he oído de noche crujir la portezuela. Si la cerda no ha aparecido, es que ha perecido en el socavón. ¡Qué remedio!... pero si se ha transformado en tenetz por haberla sobrevolado la abubilla, puede que alguna noche se presente. ¿Cómo ahuyentarla entonces?”. Decía el autor que había nacido “en el pueblo más bonito del mundo: Kalimánitsa, situado en la que fuera antiguamente la comarca de Berkóvitsa”, una declaración de sonoridad hermosa que reverbera en las páginas de este abecedario que en su título, sin embargo, no puede pasar por alto del todo su contexto: Radíchkov quiso y supo seguir un camino tan honesto como peligroso en un momento en que la literatura trataba de ser convertida en un recurso al servicio de un ideal.
Sangre de topo, de Zdravka Evtímova, arranca con un relato francamente bueno, muy inquietante, palpitante de folclore —de folk-horror—, que da título al libro pese a ser una rara avis dentro del mismo: a continuación, la autora de este sorprendente volumen de relatos que publica Baile del Sol con traducción de Maria Vútova, cambia de tercio para volcarse en una cosecha de historias cargadas de emotividad y rudeza, en las que los sentimientos se contienen, florecen y se marchitan en un ciclo de oportunidades escasas:
“Milena observaba sus manos, sus hombros. En la penumbra no pudo distinguir la cicatriz roja. De tanto observarlo, su cuerpo se diluyó. El silenció se eternizó.
—¿Y bien? ¿Has decidido qué es lo que quieres? —el hombre se había vuelto hacia ella.
—Te traigo rakía —dijo Milena. La damajuana cobró vida en su mano, la abrasó. Él la cogió. Sacó el tapón despacio. Bebió. Luego se la devolvió, levantó la guadaña con la cuchilla atada al palo y, a pasos grandes, rasposos, se encaminó hacia el lugar donde las piedras del muro se habían caído. Desde allí se salía directo a la calle que serpenteaba, con todos sus adoquines, hacia las afueras de la aldea. Milena se quedó allí parada, junto a la hierba sin segar. Los pasos que se alejaban la cercenaron. Le pareció oír el croar de las ranas: tal vez sus renacuajos habían crecido en aquella poza y ahora le lanzaban sus plegarias batracias pidiendo lluvia. Ella se tambaleó. Lentamente se quitó la blusa blanca. Su piel desnuda no sentía el viento. Las hojas del nogal se habían enrollado en cucuruchos por el calor, no se veían, pero se oía su crepitar. Desde la penumbra, en lugar de una mano, hacia el hombro de Milena se deslizó la voz arenisca. Era suave, los granos envolvieron todo su cuerpo:
—No es nada —dijo su madre en susurros—. A veces pasa”.
La sensibilidad de Evtímova adquiere en esta obra textura de cereal, de animal herido, de violencia elemental en un tiempo que de pronto salta, gira la rueda de las estaciones, y deja como testimonio el cadáver de un pájaro, el óxido de una jaula. Una mirada ardiente de dolor al otro lado de un cristal.