Cuando alguien vive muchos años, y sobre todo cuando manda muchos años, es hasta cierto punto inevitable que su figura adquiera una dimensión simbólica singular; que se le asocie con la estabilidad que conlleva mandar muchos años (como también sucedió en España con Franco y sus 40 años de "paz"); y que su final sea leído en clave de fin de una época (nuevamente, Franco).
Isabel II de Inglaterra ha reinado más años que casi cualquier otro monarca conocido. De hecho, en la clasificación existente sobre el particular ha quedado finalmente en segunda posición, con 70 años y 214 días, por detrás de Luis XIV de Francia, que con sus 72 años y 110 días sigue siendo el monarca que más tiempo ha regido los destinos de cualquier país (nuestro campeón particular es Jaime I el Conquistador, que reinó durante 62 años). Isabel II ha reinado durante tantos años que su figura era consustancial a la vida de los británicos y se había convertido en un icono cultural poderosísimo; probablemente era la persona viva más conocida a nivel mundial, no sólo por la importancia de su figura, sino fundamentalmente porque duró tanto que quienes competían con ella en este particular acababan desapareciendo. Y ella allí seguía.
Ahora bien; más allá de lo mucho que ha durado en el trono, es difícil calibrar sus méritos políticos, sus realizaciones. Se supone que reina, pero no gobierna, y que su poder es más bien influencia simbólica. Así debería ser en una democracia. Pero, al mismo tiempo, los exégetas que explican estas cosas también se apresuran a aclarar que, aunque Isabel II no ejerciese el mando abiertamente, sí lo hacía mediante la acción simbólica. Y aquí, concluyen, casualmente lo hacía casi siempre bien: en contra del apartheid y del Brexit. En contra de la movilización en la guerra de las Malvinas. Un poco como el Oráculo de Delfos, los intérpretes de Isabel II estaban especializados en interpretar al gusto del consumidor sus palabras y sus acciones, para que éstas significasen lo que a cada uno le conviniera, y todos felices. Es un poco como nuestro Juan Carlos I, que mientras reinó lo hizo todo bien, y fue sólo después, tras abdicar, cuando comenzaron a surgir algunos problemillas en torno a su figura. ¡Menos mal que por entonces ya reinaba su hijo, Felipe VI, que como es bien sabido llegó muy bien preparado para ocupar el trono! (Preparado... por su padre, se supone; el de las comisiones y la evasión de impuestos).
Su mandato fue tan largo que le dio tiempo a asistir al proceso descolonizador que terminó con el Imperio Británico; a que el Reino Unido entrase y saliese de la Unión Europea; y a que su país pasase rápidamente de potencia mundial a actor regional y discípulo aventajado del superpoder anglosajón real, los Estados Unidos (pocas cosas más humillantes que la derrota francobritánica en Suez, en los primeros años del reinado de Isabel II, derrotados por una llamada telefónica de Eisenhower y su amenaza de hundir la libra esterlina).
En este contexto de gestión de la inevitable decadencia británica, Isabel II sí que acertó de pleno mostrando su cercanía a muchos pueblos que durante su reinado dejaron de ser colonias británicas. Su figura dotó de algún contenido al engendro de la "Commonwealth", y también logró que los ciudadanos de estos países la valorasen más que a su país, Gran Bretaña, lo que no era difícil; décadas de propaganda han asentado en el imaginario colectivo occidental la imagen de que el británico era un Imperio "simpático", y los propagandistas más avezados incluso se atrevían, y se atreven, a defender sin que se le escape la risa que el Imperio Británico era un invento beneficioso para todos y que obraba en beneficio de las colonias. Pero si uno se detiene un momento a mirar qué opinan al respecto en las excolonias, la cosa cambia (cambien "Imperio Británico" por la "Esfera de co-prosperidad asiática" que se inventó Japón en la Segunda Guerra Mundial mientras expoliaba sin piedad a sus colonias "co-prósperas" y la cosa quedará más clara).
Por último, y como siempre que fallece una figura consolidada que el público asocia con la estabilidad, su desaparición genera incertidumbre; sobre todo, respecto del futuro de la institución monárquica. Ahora mismo la monarquía es popular en el Reino Unido como nunca lo fue en España en época moderna; pero esto no sólo se debe a razones históricas, sino también a la figura específica de la reina, que encarnaba con gran fidelidad a ojos de la gente las virtudes de la institución y había conseguido que la mayoría de la población asumiese su rol como algo positivo e inevitable.
Sin embargo, esto no va a transmitirse automáticamente a su heredero, Carlos de Inglaterra, eterno aspirante al trono (lleva casi toda su vida como sucesor designado; más tiempo que él "preparándose" no ha estado nadie, ni siquiera Felipe VI) y que en consecuencia ha tenido tiempo más que suficiente para molestar y enervar a muchos de sus supuestos súbditos con su alejamiento de la realidad -del que hace gala-, su frialdad, sus veleidades y su clasismo. Con Carlos de Inglaterra, el estatus de la monarquía británica, no sólo en Gran Bretaña, sino como uno de sus principales iconos culturales de cara al exterior, puede deteriorarse a gran velocidad.