El escritor Rafael Salmerón acaba de recibir el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por su obra La rama seca del cerezo (Anaya, 2021), una historia de amistad, superación y esperanza con Japón como telón de fondo
MURCIA. Cuando estaba en secundaria, Rafael Salmerón (Madrid, 1972) estuvo a punto de abandonar la lectura para siempre. El que hoy es escritor, y se acaba de alzar con el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, tiene claro que no todos los libros son adecuados en todos los contextos ni para todas las edades. A él, sin ir más lejos, le pasó. Quizá por eso, se enfrenta a sus novelas para jóvenes con la convicción de que deben tratar cuestiones importantes contadas de forma cercana, atractiva y esperanzadora.
Su libro La rama seca del cerezo (Anaya, 2021), en el que acaba de recaer el prestigioso premio concedido por el Ministerio de Cultura, es el perfecto ejemplo de ello. En él, Salmerón nos zambulle en la historia de Sakura, una adolescente con una malformación en la mano que acabará cruzándose en su camino con un superviviente de la tragedia de Hiroshima y un niño muy curioso que cambiarán para siempre su percepción del mundo. Con Japón como escenario de fondo, y un estilo tan poético como sensible, el escritor demuestra que no existen temas duros que exponer ante los y las jóvenes, sino, más bien, formas (y formas) de contarlos.
-La rama seca del cerezo se ha hecho con muchos galardones: el XVIII Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil, el Premio de la Fundación Cuatrogatos… y el último: el prestigioso Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil este 2022. ¿Qué crees que tiene este libro para haber cosechado tantos reconocimientos?
-Supongo que tiene que ver con mi manera de escribir para jóvenes, que se traduce en hablar de temas serios, duros, que muchas veces intentamos obviar porque hay cierta tendencia a infantilizarlos. Creo que eso pasa (más que nada) para que los adultos nos quedemos tranquilos. Sin embargo, creo que se puede hablar de problemas serios y graves de una forma en la que los jóvenes puedan reflexionar sobre ellos, y al mismo tiempo hacerlo de una manera cercana, atractiva, y con rigor y calidad literaria.
Además, en este libro se juntan tres elementos que creo que no resultan muy habituales: un problema que puede resultar más cercano, como el acoso; mezclado con un trasfondo histórico; y tratado con un lenguaje bello, lo más bello posible (siempre intento cuidar el lenguaje con el mayor mimo y respeto posible) sin que este resulte lejano e inasequible.
-Tu forma de narrar, efectivamente, es muy poética; el estilo es algo que ha valorado el jurado del Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil para concederte el galardón. También en la estructura del libro se aprecia esa sensibilidad, incluso en el título.
-Antes de escribir ni una sola palabra (aunque tenía la idea ya en mente) estuve muchos meses buceando en la cultura japonesa. Y no solo desde un punto de vista histórico, sino por esa parte de sensibilidad que comentas. El primer capítulo, si lo piensas bien, se podría considerar un suicidio literario: hacer un capítulo inicial que habla únicamente de un señor que cultiva pepinos en una pequeña ciudad de Japón en 1945 para que un militar se los tome de desayuno es una especie de anticlímax comercial. Pero creo que tenía que empezar así, marcando ese tono tan pausado y detallista que emanan todas las manifestaciones culturales japonesas.
-¿Cómo surge La rama seca del cerezo y cómo ha sido el proceso creativo tras esta obra?
-Surgió en el año 2011, cuando fue la catástrofe de Fukushima. Siempre había querido escribir algo sobre Japón, pero no escribo nada sobre un tema si no tengo una idea importante detrás. Me acuerdo de que vi un documental que hacía un paralelismo entre lo que pasó en Fukushima e Hiroshima y había una imagen, en Hiroshima, de una persona de la que solo había quedado una sombra en la pared después de la bomba. Ahí encontré la primera pieza del puzle.
En realidad, todo tiene su proceso de lógica, porque, si había llegado a Hiroshima y Fukushima, me planteé: vamos a hacer un paralelismo con ambos acontecimientos. Y luego pensé que, si quería que se relacionaran los personajes ahí, habría un salto generacional muy fuerte; quizá necesitaría incluir un tercer personaje que me conectara con esos dos, que hiciera de pegamento… Vas tirando del hilo.
En cuanto a los personajes, simplemente les voy preguntando y les dejo que me cuenten su vida. Si hay un personaje que es una adolescente con una malformación en la mano, lo primero que hago es intentar ponerme en su piel y pensar en cuál sería mi situación, cómo me relacionaría con mi familia y mi entorno… es un proceso de ir encajando todas las piezas.
-En la novela abordas temas como el aislamiento social, las inseguridades, incluso el suicidio. ¿Crees que son temas que preocupan a los jóvenes especialmente en estos momentos?
-Sí, en general en todas partes, pero en Japón, por ejemplo, los índices de suicidios de jóvenes son brutales. Me da la sensación de que muchas veces la sociedad en la que vivimos está creando algo que me preocupa, y es que los jóvenes no tienen esperanza en el futuro. Que creen que las cosas no van a ir a mejor, sino a peor. Tener esta idea es probablemente el problema más grande de la sociedad, porque les estamos diciendo que se esfuercen, que superen sus dificultades, pero se plantean: para qué, qué me espera. Yo intento transmitir justo lo contrario: aunque solo sea por curiosidad, por saber qué te espera después… pasa de página y averígualo. Continúa.
-Precisamente, ¿hasta qué punto es importante para ti transmitir un mensaje de esperanza en tus libros?
-Para mí es fundamental. Y no porque crea que deba hacerlo, ni por una cuestión relacionada con algún tipo de moralina: yo soy así. Siempre pienso que las cosas pueden ir mal, que la vida te puede dar muchos palos y reveses, pero siempre hay cosas que merecen la pena. El otro día lo comentaba en un instituto: la oscuridad absoluta es muy difícil de mantener. Tienes una habitación con muchas ventanas y, para conseguir la oscuridad, tienes que cerrarlas del todo. Sin embargo, para terminar con esa oscuridad absoluta solo tienes que abrir una pequeña rendija.
-¿Qué te aporta escribir para niños, niñas, y jóvenes?
-Tengo la convicción de que el problema de los adultos es que hemos perdido la capacidad de escuchar: solo escuchamos lo que queremos escuchar. Solo leemos libros, periódicos y noticias, y vemos series y películas que ya sabemos que están de acuerdo con nuestra manera de pensar o de ver la vida. No estamos dispuestos a recibir una influencia de nada que se aleje de los patrones que tenemos establecidos.
Pero los jóvenes no son así. Los jóvenes (además, desde un punto de vista científico) tienen las conexiones neuronales mucho más abiertas y pueden cambiar de parecer: pueden ver cosas que no habían visto, pueden darse cuenta de algo que estaba ahí y en lo que antes no habían reparado. Lo hago por eso: es una cuestión de esperanza en el futuro.
-También hay un prejuicio enorme aquí, porque una persona adulta puede leer un libro juvenil perfectamente.
-Sí, desde luego, aunque es cierto que también depende de los libros. Hay algunos que siguen un patrón, algo que a mí me parece mal: eso de «voy a escribir sobre bullying», o «voy a escribir sobre el suicidio». Creo que si haces eso, ese didacticismo acaba matando el espíritu del libro, y quizá se lo leerán los jóvenes porque se lo han mandado en el colegio o en el instituto, pero ningún adulto lo podrá apreciar. Y en el fondo los jóvenes tampoco.
Hay libros para jóvenes que tratan temas tan única y exclusivamente sobre ellos que a los adultos nos resultan muy lejanos. Pero también hay otros que, más que libros para jóvenes, son libros sobre jóvenes (algo diferente), y que cualquier adulto puede leer y disfrutar.
-Sabemos que durante la infancia se lee mucho, pero al llegar a la adolescencia distintos estudios e informes apuntan que hay una caída del interés por la lectura. ¿Cómo hacemos para combatir esta situación?
-Para mí hay dos problemas básicos. Uno más o menos ya lo he comentado: hacer los libros que nosotros creemos que deben leer porque así harán esto o lo otro; sobre todo libros que están escritos desde la perspectiva de que el narrador les dice lo que tienen que pensar. Eso provoca mucho rechazo. Yo intento no hacerlo nunca. Un personaje será positivo o negativo según el criterio del lector, y según lo que hace, no según cómo es. Tratamos de infantilizar a los chicos para quedarnos más tranquilos, para que no sean lo que quieran o puedan ser, sino lo que nosotros queremos que sean. Esa falta de libertad no les gusta (y todos podemos recordar que tampoco nos gustaba a nosotros que nos dijeran cómo nos teníamos que sentir ni lo que teníamos que leer, etc.).
Por otra parte, están las lecturas de prescripción. Hay muchas excepciones, pero me he encontrado con muchos profesores de literatura de secundaria que están haciendo todo lo posible por destruir lectores. Hay algunos libros, clásicos de la literatura, que no son adecuados para leer enteros sin comentarios, sin entender el contexto, y sin acercarse a él de una forma diferente. «Toma: léete esto». Pues con 14 o 15 años, hay libros que no pueden estar más alejados de tu realidad y de tu forma de sentir y pensar, y piensas: por qué tengo que leerme esto, no lo entiendo. Tener que leer se convierte en un sufrimiento: en una pesadilla.
Y eso hace que dejes de leer. Conmigo lo consiguieron en el instituto, aunque afortunadamente después retomé la lectura, pero por caminos propios, no por los que marcaba el plan lector establecido en la secundaria. Está bien que conozcan determinados clásicos, pero hay edades en lo que no es recomendable leer el libro entero y sin preparar el terreno antes.