TRIBUNA LIBRE / OPINIÓN

Perullos

11/10/2021 - 

MURCIA. "¿Quién ha sido? Un churubito, nos pusimos a jubar, él me dijo a mí ¡perullo! y yo le solté una guantá". (Frutos y Soriano La inquina de los panochos)

Hace ya demasiados años, con la intención de hacer de mí un buen murciano, mi suegro me regaló una joya muy recomendable para paisanos y extraños, una maravilla llamada Vocabulario de las hablas murcianas, obra de Diego Ruiz Marín, editada por la Consejería de Presidencia a través de la Imprenta Regional, de cuya primera edición del año 2000 dispongo. Es un ejemplar bien encuadernado que conservo en uno de los rincones más distinguidos de la biblioteca de nuestra casa. La obra que cito consiste en unos "apuntes" sobre nuestro pasado dialecto murciano, según palabras de su autor. Y creo que digo bien, "pasado", algo que puede disgustar a algunos "panochistas", pues recrearse en su actualización, que no en su estudio y disfrute, sería ahora ejercicio inútil y de mal gusto en mi humilde opinión. Cuenta con prólogo de Francisco Sánchez Bautista, poeta y escritor murciano recientemente fallecido, lo que da a la obra, si cabe, más valor en este momento, y me recreo, de vez en cuando, consultando algunos términos que no conozco y que llaman mi atención.

Esta fantástica colección de vocablos, ordenada de forma alfabética como cualquier diccionario, explica, por ejemplo, qué debemos entender por “perullo”, y, entre otras acepciones para definir tan recurrente expresión, pretendo destacar las más apropiadas para ilustrar estas tribulaciones que regalo al lector, aunque esté convencido de que nadie me lo haya pedido y de que irritaré a más de uno con mis torpes y muy personales comentarios. Pido perdón anticipado.

Según esta obra por “perullo” los murcianos entendemos: “Patán, palurdo, paleto, cateto, huertano cerril”. Adviértase que en algunas zonas de nuestra Región, donde la quintaesencia del dialecto se conserva la mar de bien, “perullo” se pronuncia “perulhyo”. Podemos interpretar ese barbarismo, así oído, como señal de un idioma en evolución.

Una vez leída la traducción, aunque yo no sea un erudito, qué definición más precisa y apropiada nos propone su autor a quienes aún hacemos gala de esta expresión en alguna ocasión, que delata de inmediato nuestra procedencia en cuanto la palabra es pronunciada y, lo que es mejor, revela nuestro mismo pensamiento, que nace de nuestro propio interior y en silencio, siempre que vemos tantas veces a un cateto en alguna terraza o restaurante enseñando la panza y alzando la voz para dar bien la nota y que no se nos escape su presencia, destacando por encima de otros perullos, normalmente parecidos a él. Es frustrante salir a comer o a cenar, tomar el aperitivo en una de nuestras soleadas plazas, dispuestos a pasar un buen rato, y dar con uno de estos ejemplares en la mesa de al lado. Dan ganas de pasarle nuestra cuenta por robarnos el tiempo, siempre escaso. Más irritante aun cuando el perullo, o la perulla, aquí el obligado inciso oficial inclusivo e igualitario, pretende, cuan narciso vociferando, que todo el que esté próximo se entere bien de sus descubrimientos.

Y es que, ahí viene mi dardo envenenado que se volverá contra mí, los murcianos en general somos algo perullos, yo diría que casi tanto como algunos almerienses, a quienes conozco bien, que Dios me lo perdone, y bastante más que los habitantes de la capital o los catalanes de Barcelona. Podría reconocer, por el contrario, que algunos ingleses que visitan nuestras playas son incluso peores que nosotros en esto de la perullez, tanto que, a veces, cuando van con sandalias y calcetines, se mimetizan, a su estilo, y parecen uno más de los nuestros. Tenemos en Murcia, sin duda, perullos importados de otras plazas también, pero lo que a mí más me importa, para compartir esta lectura, es nuestro producto autóctono, el que conocemos de cerca, el que es de aquí, pues se me antoja que la perullez va en aumento

Qué barbaridad, pensarán algunos integristas, y, sin embargo, dudar de mi murcianía es ejercicio barato e innecesario pues, me pese más o menos, murciano soy de nacimiento y orgulloso estoy de serlo, mis amigos lo saben, los de fuera y los de aquí. Pero confieso que, cuanto más viajo y aprendo, cuanto más leo y observo, estoy cansado de vernos, de soportarnos, de ese "tonito" nuestro al hablar en el que por pereza nos recreamos, que nos hace sentir graciosillos, como si fuera original y simpático, cuando debería ser, por el contrario, señal de burrería más que de orgullo patrio.

Siguiendo con este análisis tan arriesgado, me atrevo a afirmar que el murciano es poco viajado y tiene poca necesidad de salir de sus fronteras de lo a gusto que estamos aquí mirándonos, como si fuera Murcia un reducto amazónico y primitivo bien preservado, en el que el contacto humano está limitado al que tenemos con nuestros vecinos y hermanos. Y no lo sabe, pero, las pocas veces que sale de su casa cuando cruza las lindes de este espacio huertano, es observado desde fuera y, por respeto, quien nos oye calla, alucinado, como si de la misma Atapuerca salieran las palabras con las que adornamos el castellano, con esas "eses" pronunciadas a nuestro modo, con ese fondo cacofónico que empleamos al hablar, que parece que le hemos pegado un bocado a un "Calipo" y se nos hiela la lengua y el paladar mientras intentamos mal pronunciar alguna de las palabras del idioma que parece que aún no hemos aprendido del todo, o que, por lo que sea, olvidamos.

Orgullo patrio es reconocer a un murciano en televisión o en la radio en cuanto pronuncia tres palabras. Miedo da preguntarse qué será lo siguiente que diga, hasta el sonrojo para quienes pretendemos una Murcia diferente, una Región que pise fuerte, que demuestre más elegancia y cultura en vez de “gastar” tanta ignorancia y tontuna. Y no es sólo el uso exagerado de nuestro acento lo que más destaca para estropearnos.

Sí, lo reconozco, me confieso “churubito”, harto de mí mismo, cansado de verme invadido y sin progreso, harto de aquellos paisanos que visitan la capital para inundar las calles y terrazas de sus gritos, de sus mesas numerosas, siempre tienen que celebrar algo, seleccionando sus asientos en el espacio por sexos, cuan talibanes sin intercambio, cansado de sus vestidos floridos en ellas y de sus camisas apretadas en ellos, con botón en el ombligo para exhibir esa cadena de oro, los zapatos en punta o ese pecho de lobo, perfumados todos con las colonias más exóticas y orientales. Cansado de pinturetas, de tintes de colores, de botox y de retoques, de barbas recortadas, clónicas, iguales, que privan de juventud y de sinceridad a sus caras. Sobre todo desconcertado con la falta de educación, con el desprecio a todo lo que es ajeno a uno mismo, con esa sensación de que esto va a más con las nuevas generaciones, en vez de ir mejorando.

Aburrido de ver que no se visitan museos y catedrales, de que no haya más interés por las conferencias y el teatro, de que la música sea impostada o que sea materia exclusiva, más de lo mismo, de lo que nosotros solos inventamos. Cansado de Acho, Pijo, de los Pollofres con formas de genitales que venden en nuestras calles, de que me pregunten, cuando viajo, ¿de verdad eres de Murcia?, es que no se te nota, como si fuera un bicho raro, pues, creedme, fuera saben bien en qué empleamos nuestro tiempo y cómo nos gusta vernos sin visitantes, capaces de afearnos costumbres y salazones. Tal reducto somos, como Astérix y los galos, que cuando empezó la pandemia fuimos los últimos en contagiarnos.

Creo que, sin renunciar a nuestras raíces, ya va siendo hora de que cambiemos, salgamos fuera, aprendamos de otros lugares, cultivemos nuestras emociones, Murcia no puede consistir en celebrar el feísmo, ni en preservar tradiciones si es a costa de quedarnos a la zaga. Murcia es mucho más o debe serlo, baste pasear los cuatro vientos de nuestra Catedral admirándola para plantearnos qué hemos hecho mal los últimos quinientos años, que no estamos a la altura de nuestro principal monumento.

Y es que, como diría Vicente Medina,… ¡tengo una cansera!