Por fin una encuesta sobre lo felices que somos, realizada en serio y no por una cuenta de Instagram, demuestra que nos sentimos mejor de lo que correspondería con el crispado entorno al que nos enfrentamos a diario. Precisamente los más afortunados son los que menos siguen la actualidad política: la población de entre dieciocho y veinticuatro años, una franja que coincide más o menos con la etapa de realización de estudios superiores y, con suerte, los primeros años de trabajo, cuando todo está por llegar. Por el contrario, cumplir el medio siglo se nota y, a partir de los 55 años, el porcentaje de personas felices baja. Es momento de cotejar en términos orteguianos si la vida proyectada es nuestra vida efectiva. Si encaja, ahí está el estado ideal de espíritu que llamamos felicidad: contamos con ese algo que nos satisface plenamente dependiendo de cada persona. Sea un camión, llevar el pecho tatuado, ir en camiseta o mascar tabaco, como cantaba Loquillo.
Conforme se va acortando la posibilidad de disfrutarlo o, mucho peor, de encontrarlo, aumenta la cantidad de gente menos contenta, los más mayores. Todo un pronóstico que se contradice con la percepción de los jóvenes que, aunque no sepan lo que quieren, sonríen. Llevar consigo el divino tesoro es lo que tiene.
Además, la sabiduría de la vejez no compensa los problemas de salud que suelen acompañar, uno de los obstáculos principales para alcanzar la dicha. El otro obstáculo es la situación económica, porque el dinero no da la felicidad cuando tienes suficiente o muchísimo, pero cuando no llegas a fin de mes ayuda bastante, como bien es sabido sin necesidad de recurrir a sondeos de opinión.
«Poca importancia tiene en la encuesta el mal de amores, el más sobado leitmotiv, causante de amargas lágrimas en melodramas de todo género»
No solo preguntaban los sociólogos si se es feliz. Otras cuestiones daban para una buena sobremesa entre amigos o de sesión en el diván: ¿Cree que está viviendo la mejor vida posible? ¿Qué le haría más feliz? En buena lógica con los resultados anteriores, una gran mayoría contestó que llevaba una vida de notable para arriba y sería mejor aún con más salud y dinero, por encima de fortalecer relaciones sociales, familiares o afectivas, un epígrafe donde entraría el mal de amores. Poca importancia le han dado al más sobado leitmotiv, causante de amargas lágrimas en melodramas de todo género.
Solo un 11% cree que no es feliz; así somos de optimistas y, también, de buena gente: preocupados por el bienestar de los que nos rodean y por el cambio climático, a favor de la igualdad, de la democracia y del derecho de todas las personas a vivir como deseen.
Serpenteando entre intentos de medir el más buscado estado de ánimo, asunto con el que comenzó en los años setenta el reino de Bután, la encuesta del CIS poco tiene que ver con el Índice mundial de felicidad por países, una peculiar clasificación de Naciones Unidas que coloca a Finlandia, Dinamarca e Islandia en los primeros puestos del último informe. Luego ves a los desgraciados seres de la película Fallen Leaves, del finés Aki Kaurismäki, y entiendes que todo depende del cristal con que se mira.
En ese estudio se pide a los entrevistados que puntúen su vida del cero al diez, pero también se tiene en cuenta el PIB per cápita, el apoyo de políticas sociales, la esperanza de vida saludable y la percepción de la corrupción, entre otros aspectos. Nosotros estamos en el puesto 36º del ranking. Entre 156 tampoco está tan mal.
Los alegres resultados de la encuesta del CIS son de una consulta realizada a finales de junio, con las vacaciones de verano por delante y sin haber experimentado todavía el calor extremo que, según los neurofisiólogos, abrasa emociones positivas y aviva las negativas como la ira o el estrés. Habría que ver si haciendo la encuesta ahora, en septiembre, hubiéramos salido tan felices.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 119 (septiembre 2024) de la revista Plaza