Ajenos al hambre que –contra la tendencia regresiva de las últimas décadas– asola al mundo, hablemos de problemas para privilegiados como nosotros.
En esta columna quincenal dedicada a la cultura de plataformas, las redes y los estragos éticos que nos plantea una forma de ver el mundo donde se especula –científicamente– con que el universo pudiera ser un ente informático gigante (El universo en un bit, José Enrique Campillo. Octubre de 2022), no es la primera vez que planteo aquí mi obsesión por la que quizá sea la mayor brecha generacional en la historia de la humanidad: la de los Z versus todo lo anterior. Vuelvo a encallar en este pensamiento a colación de tres sucesos muy distintos, aunque todos evidencian esa falta de conexión (interés y empatía). Desconozco a quién le interesa esto en su foro interno, ya que públicamente estamos a otra cosa, pero me inquieta saber qué será de todos cuando los retos comunes exijan canales de comunicación transversales y una mirada cómplice sin edadismos. Mi sensación es que, entre unas y otros, pese a convivir en el mismo mundo y precisamente por el peso de lo digital, la distancia es sideral como nunca antes. Si conviven con adolescentes, sabrán de qué les hablo y hasta qué cotas de desconexión personal y social –sin situar a unos y otras en el bando de los que tienen la razón– estamos acostumbrándonos.
Si están vivos, hablan la lengua de Elvira Lindo y usan a diario un correo electrónico, sabrán que el pasado fin de semana se celebró la segunda velada de boxeo impulsada por Ibai Llanos y retransmitida en Twitch. En su cabeza resonará el pico de 3,3 millones de espectadores (inaudito en el histórico de muchas de las televisiones públicas y privadas, con cientos si no miles de trabajadores). Personalmente estaba a otras cosas, pero el domingo me asomé a este hecho mediático –que me interesa tanto como cualquier otro que implica a las masas; mucho– a través de los medios tradicionales. No sé por qué me sorprendió lo que ya esperaba: en laSexta, en directo y compitiendo contra el stream, menospreciaron a su audiencia y se arrogaron unos televidentes “de calidad” (una empresa que cotiza en bolsa versus un empresario de 27 años y sus trabajadores) y El Mundo quiso poner su atención crítica en “los fallos técnicos de sonido”. No faltaron los medios que recordaron que esa idea, la del boxeo para no profesionales como show ‘televisivo’, ya la inventaron unos youtubers ingleses hace años y quién sabe hasta qué edición nos tocará asistir al cuestionamiento del éxito.
Unos días más tarde, la periodista Anna Bosch publicaba este tuit:
La escena está perfectamente descrita y trato de imaginar cuántos de mis compañeros de facultad reconocerían a Bosch hace 12 años, cuando empezamos con las prácticas. Es cierto que no todos íbamos con el periódico debajo del brazo a clase, pero diría que, aquellos que llegaron a plantarse en un sitio como RTVE para meter cabeza como fuese, sabrían reconocer a la que –ya entonces– era una de las corresponsales con más solera del ente público. Esa desconexión rima con los desoladores resultados del Reuters Institute y su informe sobre el interés de la población en las noticias: en España y en 2017, el 63% sentía la necesidad de informarse; en 2022, solo la siente el 51%. Pero es que en el caso de los jóvenes los datos van mucho, mucho más allá: el informe abunda en la idea de la “desconexión” voluntaria de la información. Las razones son diversas y, como era de esperar, aumentan en ambientes menos favorecidos económicamente. Pero no solo, ya que no creen que las noticias tengan relación con su vida, por no hablar de aquellos que se quejan de que son difíciles de comprender o seguir. Y podemos creer que quien estudia periodismo puede tener una mirada distinta hacia los medios, pero trabajando desde hace más de una década en ellos, lo cierto es que esa desconexión parece ser exactamente la misma que la de los que cursan un grado medio en atención a personas en situación de dependencia.
El mundo es otro. Es uno donde dos familias, muy distintas entre sí y por casualidad, me han contado en el plazo de un mes que acabaron abandonando la sala de cine (Sonic y Jurassic World) porque sus hijas de 6 y 7 años “se aburrían y protestaban; estábamos dándole la película a los de alrededor”. Dos niñas con acceso a TikTok e Instagram y una frenética dosis de dopamina diaria, con un cerebro al albur del scroll infinito.
Esas son las tres escenas que me sirven para hablar del terror que debería darnos que no se hable de esa otra brecha digital, la que está creando una realidad paralela inédita entre jóvenes y adultos. Y aquí una de las dos partes tiene bastante más responsabilidad. Esa parte, además, es la que gestiona un sistema de medios donde cuesta horrores encontrar cualquier eco al estudio de Reuters. Un estudio que, a diferencia de las demoscópicas que abren de tanto en cuanto algunos diarios en el quiosco, se hacen con una cantidad de entrevistas que deja fuera de toda duda sus resultados. Pero los medios ya han cogido la linde de desprestigiar a los de abajo (no me refiero a Bosch, me refiero a la velada) y desconectarse por una razón alimenticia: el pastel publicitario se empieza a repartir en no pocas acciones contra esas jóvenes estrellas que, ¡ah!, años antes hubieran sido colaboradores, guionistas, firmas invitadas o presentadores de esos medios, pero hoy tienen ‘los suyos propios’.
En esas comillas de las tres últimas palabras está el diablo. Fausto, en concreto. La letra pequeña de a quién –verdaderamente– le estamos dando el relevo en el paradigma comunicativo: a empresas tecnológicas, atiborradas de ingenieros y cuyas mesas de decisión están a miles de quilómetros de distancia de nuestra realidad. Y en esta reformulación del paradigma, en esta brecha si no lucha digital por edadismo e inmadurez (la nuestra es la que debe tener sentimiento de culpa; la otra, es natural) resulta que los retos comunes van a tener un serio problema a medio y corto plazo. Porque la conversación está rota y los canales, los cauces, la mirada transversal como hasta ahora tenían nuestros abuelos de lo que había ocurrido un par de generaciones atrás y hacia delante, pinta rarísima.