El coronavirus y su crisis no solo sanitaria ha resucitado la discusión sobre una vieja queja, la ignorancia mutua de políticos y científicos o un choque de analfabetismos, que engloba dos mantras: la culpa es de los políticos y los científicos no saben nada de gobernar
MURCIA. Una de las etiquetas teóricas que hicieron furor para acuñar el fin de siglo XX y anunciar el nuevo, marcado por el colapso de la Unión Soviética, la intervención estadounidense en Irak y los atentados del 11-S, fue el “choque de civilizaciones”, en plan Guerra de los Mundos o Star Wars pero con la marca de Harvard. La popular y polémica teoría le servía al politólogo Samuel P. Huntington para alicatar el orden mundial pos Guerra Fría, donde lo diferente y lo afín en lo cultural serían pasto de paz y guerra. ¡Pues no nos tenían fritos los sociólogos a los que éramos estudiantes entonces! La respuesta más acertada a ese cuño fue el “choque de ignorancias” del pensador Edward W. Said, acusando la falta de atención a la pluralidad interna de toda civilización y la demagogia en la presunción de hablar por toda una religión. En la era no-todavía-pos-covid, el coronavirus y su crisis no solo sanitaria ha resucitado la discusión sobre una vieja queja, la ignorancia mutua de políticos y científicos o un choque de analfabetismos, que engloba dos mantras: la culpa es de los políticos, que no tienen ni idea de ciencia, y los científicos no saben nada de gobernar, bastante tienen con investigar.
La falta de formación científica de quienes gobiernan suele gozar de mayor predicamento. Ahí está la campaña reciente En la salud ustedes mandan pero no saben, promovida en Change.org como decálogo para abordar la covid-19 firmado por más de medio centenar de sociedades científicas del ámbito de la salud, en el que muchos han visto un “quítate tú para ponerme yo” o directamente un manifiesto antipolítica que retorna al tecnocrático “la política no sirve”.
Es exigible que la ciencia y las profesiones sanitarias reclamen su sitio en medio de una pandemia y en un país que no sobresale por su apoyo a la investigación. Aunque emplea mensajes que todos podemos abrazar con facilidad, sin embargo, el decálogo, que recuerda más a antiguas proclamas como “à bas les avocats” de la Revolución Francesa, apenas contiene medidas novedosas de la gestión de la pandemia y restringe la crisis a lo puramente biomédico. Normal que los estudiosos sociales hayan salido con otro manifiesto reivindicando su espacio.
Más oportuna encuentro la carta firmada por diversos científicos españoles --entre ellos Margarita del Val, Rafael Bengoa o Alberto García-Basteiro-- publicada en agosto por la revista médica The Lancet, en la que los investigadores, epidemiólogos y expertos en salud pública reclaman una auditoría independiente de la respuesta de España a la covid-19, una sugerencia para una evaluación no culpabilizante de lo que se ha hecho y qué se puede aprender para nuevas oleadas, a partir de ejemplos como el modelo del queso suizo, como sugiere uno de los firmantes. Hay quien lee en esa misiva una sospechosa corriente antipolítica, obviando que el currículum político de algunos de los autores, por ejemplo el experto en salud pública Bengoa, que llevó la cartera de Sanidad del Gobierno Vasco bajo el lapso socialista de Patxi López.
“Las batallas políticas cuestan vidas” es un mensaje que estamos escuchando de forma reiterada en los últimos meses. Nada que discutir. Pero también lo hace el apoliticismo científico o la falsa idea de que la competencia científica está reñida con la implicación política. Así lo defendía recientemente en una tribuna de la revista Nature Mary T. Bassett, directora del Centro François-Xavier Bagnoud para la Salud y los Derechos Humanos de Harvard y ex comisionada de salud de la ciudad de Nueva York, con el sugerente titular: “¿Cansado de que se ignore la ciencia? Conviértete en político”. La autora celebra el despertar en la vida política de los profesionales sanitarios que rompen su neutralidad para criticar las medidas anticiencia de la administración Trump.
Sin embargo, esta experta en salud pública recuerda que la baja participación en política se debe a una mala interpretación del activismo de los investigadores, al señalar acertadamente que la etiqueta de 'activista' debería ser un honor y no un reproche que impacte de forma negativa en una carrera científica, algo por lo que muchos científicos se autocensuran respondiendo a una norma no escrita de “comportamiento profesional”. “Si decidimos que el racismo estructural, el cambio climático o la desigualdad de ingresos están fuera de nuestra competencia, traicionamos tanto la reputación profesional de nuestro campo como la salud de las personas a las que servimos”, recalca Bassett. Como señala la autora, la presencia política de la experiencia científica eleva la comprensión de la ciencia para el resto de los políticos y el público general. Y es la mejor manera de sentarse a la mesa cuando se hace política.
En esta línea, resulta esperanzadora la creación de una oficina de asesoría académica en el Congreso, promovida entre otras entidades por la iniciativa Ciencia en el Parlamento, similar a otros países europeos como Reino Unido, Alemania o Dinamarca, que acerque a políticos y científicos. Obtener un asesoramiento riguroso y útil desde la ciencia, que contribuya a elegir la mejor opción entre diversos escenarios de gestión, es clave cuando la covid-19 se revela cómo una epidemia política que ahonda en las fisuras sociales y manifiesta una ignorancia mutua de política y ciencia que ya no nos podemos permitir si queremos sobrevivir a esta pandemia.