MURCIA. Noche de julio, de luna casi llena, apacible. Me llama mi vecino Antonio, ¡que han puesto la rafa!, me dice por teléfono. Y a correr. Me había venido a la playa a pasar el fin de semana, pero va a ser que no. Recogemos y para Murcia.
Llego a mi huerto, junto a Murcia, en el Carril de los Tordillos. Y no veo agua en la acequia, todavía no ha llegado. Busco a Antonio y me informa de que, como siempre, tenemos delante a otros y que toca esperar. Son las doce de la noche.
También me dice que todo se va a retrasar porque han reventado la cadena que habían puesto en la Ventana del Peo, para que no pasara lo que ha pasado: que los de aguas abajo regasen antes que nosotros. Nada nuevo: las tandas escasean de agua y los que tienen cultivos hortícolas de verano, como los tomates, los pepinos, las judías o los calabacines, necesitan imperiosamente el agua, se ponen nerviosos y anteponen lo suyo a lo de los demás.
Bueno, pues a tomarlo con calma. Como tengo tiempo cojo la linterna y me voy a repasar los caballones y a levantar los portillos para cuando venga el agua.
Hace una noche deliciosa y mi amigo Pepe, otro vecino, al oír el alboroto se acerca a charlar, no hay prisa, a la luz de la luna, bajo el perfumado jazminero y con las sombras de las ramas de la bignonia proyectadas sobre la blanca pared de la caseta mecidas por una suave brisa.
Hablamos y hablamos, de esto y de aquello, le pido a Pepe, que tiene un torrente de voz, que no hable tan fuerte, que lo van a oír hasta en la Era Alta. El silencio es grande y sólo se oye el cucú de algún autillo, o de otra rapaz nocturna, y los ladridos de los perros a lo lejos.
Le entra el sueño a Pepe y se marcha. Me quedo solo, en silencio, y oigo la puerta de la furgoneta de Antonio cerrarse y, como no arranca, pienso que eso es que se ha metido a echar una cabezada en el coche.
Aspiro hondo el fresco de la noche con los ojos cerrados, lentamente lo expiro desde la barriga, como me enseñaron en mis clases de shiatsu. Abro los ojos y veo cómo revolotean en alocados círculos unos murciélagos alrededor de la lámpara del alumbrado público del camino y me doy cuenta de que todavía no me han picado los mosquitos, qué raro, últimamente hay muchos, y de esos malos que vinieron de por ahí, de lejos, y que tienen ese nombre tan terrible y, por desgracia, acertado, de mosquitos tigre.
Me echo en un catre que tengo en mi pequeña caseta y no sé por qué se me vienen a la cabeza los recuerdos de cuando compré esta parcela hace 24 años. Estaba abandonada, asalvajada, las malas hierbas cubrían los escasos árboles que había asfixiándolos. Los pobres languidecían medio secos por falta de riego y por los caracoles chupaeros, que a puñaos cubrían sus troncos y ramas agarrados como lapas.
Y me río yo solo al recordar el grito que pegó mi mujer al ver una rata enorme correr por entre sus pies cuando nos pusimos a limpiar la parcela. Pobre rata, menudo susto se llevó, seguro que le rompió los tímpanos.
Y los perros siguen ladrando ¿por qué ladran tanto por la noche? Empieza uno y luego le responde otro y luego otro y luego todos a la vez. Se oyen a lo lejos, como un run-run sordo, callado, como el tráfico en las ciudades, te acostumbras y llegas a no oírlo. Y en esto empieza a cantar su cucú algún autillo, o vaya usted a saber qué otra ave nocturna, y a cacarear un gallo, y luego otro. Creía por los cuentos que leí de chico que sólo cantaban al amanecer.
Y, de pronto, se hace un silencio sepulcral, infinito, no oigo nada, me preocupo, pero pienso que esta es la mía para dar una cabezada, si puedo. Y cuando más relajado estoy oigo un golpe y luego pasos en la escalera de chapa que sube a la terraza, y me sobresalto. Salgo a ver qué pasa, ¿Quién habrá entrado a la parcela?… ¡Me cago en la leche! Era una puta piña que ha caído desde lo alto de mi enorme abeto americano, el que planté tras una Navidad y ahora tiene más de 30 metros. Al caer rodando parecían pasos de una persona bajando. Joder, ¡menudo susto!
Vuelvo a tumbarme, y recuerdo hace años, durante la siesta en la caseta con mi mujer y mi hijo de sólo unos meses, en plena canícula de un caluroso verano, mi perra rompió el espeso silencio ladrando como una loca. De un brinco salté de la cama y agarrando una escoba que tenía a mano vi al salir de la caseta que mi perra tenía acorralada una enorme serpiente que, levantada sobre sí misma, le tiraba bocados mientras silbaba. Me abalancé sobre ella y me lie a darle con la caña hasta que la rompí y vi entonces que la pobre estaba muerta. Entonces pensé y sentí lástima por la culebra y por mí, que había acabado con mi mejor aliado para luchar contra las ratas, un animal que, por otra parte, no me había hecho nada malo. El instinto de defensa me había jugado una mala pasada. Qué le vamos a hacer, se ve que mi corteza frontal no fue capaz de inhibir a tiempo los impulsos del tronco encefálico donde arrancan nuestros instintos.
No puedo dormir, me levanto y me pongo un café, la luna se ha ocultado tras el viejo nisperero y hay más oscuridad y veo maravillado, a unos metros, junto al galán de noche y los rosales trepadores, cerca del estanque, unas lucecitas y no caigo qué puede ser. Me acerco y veo extasiado que son luciérnagas con sus ritos de apareamiento revoloteando sin parar.
¡Julio!, ¡Julio!, me llama abonico mi vecino, sin querer rasgar el silencio de la noche. Vamos a ver qué pasa, que son las cuatro y todavía no viene el agua, me dice. Cogemos la senda que separa nuestras fincas y continuamos por la acequia del gran sauce que discurre junto a unos bancales recién plantados de olivos, y llegamos a un partidor, desde el que vemos unas linternas a una cuantos metros. Se están quejando de que deben haber levantado dos o tres tablones de la acequia mayor, la de Barreras, porque viene menos agua que hace un rato. Todos hablan cargados de razones y como si estuviesen enfadados, como hablan los huertanos.
De vuelta, reparamos en que hay mucha broza seca en el lecho de la acequia y la quitamos con las azadas.
Por fin, llega la ansiada agua, un balamío de agua, a decir de mi huertano vecino, y nos ponemos a regar.
Y siento como si fuese yo el que se bebe el agua y no mis árboles, satisfecho de aliviar su sequedad, y se diluyen mis preocupaciones en la esperanza y la promesa de los frutos que cosecharé este otoño, las aceitunas, los limones, las granadas, las naranjas…
Una tras otra se van inundando de agua las tablas separadas por los caballones y acaba el riego. Clarea el día y las madrugadoras merlas entonan sus primeros cantos junto al coro de tórtolas, gorriones, verderones, colorines o caverneras. Es el despertador de la huerta.
Voy a levantar la compuerta de la acequia y dejo correr el agua, que seguro esperan intranquilos otros regantes más abajo. Y volverá a repetirse este rito telúrico inmemorial y volverán a sentirse las mismas emociones que nos unen a la naturaleza, a la vida.