Hace unos años, cuando escribía para otro periódico, adquirí la costumbre de aislarme del entorno cada vez que me ponía a escribir una columna de opinión. Buscaba en internet una emisora de Nueva Orleans que pinchaba jazz todo el día, sin descanso. Conectaba los auriculares. Y dejaba que la actualidad tratara de inspirarme desde dentro. Sin pensar, inventando un horizonte en la pared de enfrente del que quedarme colgado, flujo de conciencia. Ahora trabajo en casa y tiendo a creer que no debo aislarme, porque salvo algún ruido de la calle y la absurda manía de mis vecinas de anunciar sus salidas y entradas con un portazo, no sufro más interrupciones que las drásticas, es decir, las que me obligan a ponerme a trabajar en otra cosa. Así que mientras les escribo esto, suelto las riendas de mi cerebro, que habitualmente se empeña en sabotear mi concentración. Sé que debería enfocar la mirada en las leyes que prepara el bipartito del Consell para la próxima temporada de primavera-verano de la Comunidad Valenciana. Especialmente, la de Concordia, dicen ellos. Sé que convendría subrayar que no se puede debatir con quien no quiere debatir. Que hasta la sensación de estar dando cabezazos una y otra vez contra la misma pared puede ser objeto de un artículo de opinión, si uno se lo propone. Pero he leído esta mañana, ayer para ustedes, lo del asesinato de los cooperantes en Gaza.
"el mero hecho de denunciar que se vive en una dictadura anula toda posibilidad de vivir en una dictadura"
Que no se trata, ni siquiera, del caso concreto de los siete trabajadores de la ONG del chef José Andrés, World Central Kitchen, bombardeados porque, según Benjamin Netanyahu, "son cosas que pasan en la guerra". Es todo el horror sembrado por Israel entre el pueblo civil palestino desde que Hamas cruzó las fronteras para tomar y asesinar rehenes, asegura mi cerebro mientras busco información sobre Juan García-Gallardo, el vicepresidente de Castilla y León, donde PP y Vox también perpetran una norma similar para laminar la ley estatal de memoria Histórica. Con la mente despejada, les contaría mi teorema Gallardo: consiste en que la magnitud de los errores de su formación es directamente proporcional a su incongruencia al contestar. Le interrogan sobre si el franquismo fue una dictadura y él responde que está en contra de todas las dictaduras, como la que, asegura, está imponiendo el Gobierno actual. Eso se refuta solo, señala mi cerebro con socarronería, el mero hecho de denunciar que se vive en una dictadura anula toda posibilidad de vivir en una dictadura. Lo terrible de verdad es lo de Gaza, continúa. Y me atosiga con las imágenes que hemos ido viendo de las calles palestinas arrasadas.
Ahora la columna tendría que seguir el derrotero de sospechar hasta del nombre que los bipartitos autonómicos, también el de Aragón, le han puesto a la ley. No puede existir concordia en un país en el que ni las conversaciones de ascensor aseguran cierta relajación. Anoté mentalmente una encuesta que consultaba a la población si las lluvias de marzo, las que han aguado la Semana Santa, han sido beneficiosas o perjudiciales. Cerca del 90% de los encuestados decían que eran beneficiosas. El 10% restante, fácilmente atribuible a un sector económico concreto, que perjudiciales. Si con una acuciante sequía como la que atravesamos no somos capaces de ponernos de acuerdo, habría sugerido mi cerebro bien enfocado, cómo vamos a alcanzar un consenso con una guerra que partió por la mitad la todo un país. Percibo en un trastero de mi memoria que había más. Que la normativa que impulsa Vox porque al PP le da lo mismo está llena de milongas mal escritas. Pero mi cerebro, desbocado y sin bridas, me recuerda que se está equiparando el antisionismo con el antisemitismo, con todo lo que está ocurriendo en Gaza. Y así, no hay manera de centrarse. Ni yo ni, sospecho, el planeta entero.
@Faroimpostor