Así es nuestra realidad, de nueva no tiene nada y de normal, menos. Esta normalidad, presidida por inescrutables laberintos (plenos de indecisiones, dudas y vaivenes), no es en absoluto nada nueva; pero sí infinitamente más grave. Y, desde luego, lo que no es esta normalidad es normal, si por normal entendemos lo consuetudinario, lo que vivimos cada día sin sobresaltarnos ni sorprendernos. Lo cotidiano no sobresalta; y esta llamada ‘nueva normalidad’ no deja de alarmarnos, tanto como el pasado estado de alarma.
Si no fuera porque es desolador, sería para tomárselo a broma: humor tenebroso, negrísimo. En este país, no nos une ni la desgracia; ni siquiera los números y sus arcanos. Resulta lamentable el espectáculo de cifras con el que nos hemos venido estremeciendo durante semanas que ya son meses; tiempo de confusión donde podía ocurrir de todo, incluso que los muertos resucitaran. Porque, de la noche a la mañana, las víctimas mortales de esta enfermedad de dudoso género (¿el covid 19 o la covid 19?), pasaban a ser muchas menos de lo que se ya nos había anunciado. De esta manera, por arte de magia o de cosmética, aquellos casi 29.000 infortunados del 24 de mayo, se redujeron a apenas 27.000 (que seguían suponiendo una enormidad insoportable) sólo horas después.
En efecto, exacta y misteriosamente el 25 de mayo pasamos de 28.752 fallecidos a 26.834; aunque ninguna de estas cifras se aproximaba a la realidad, según estimaciones de muy fiable procedencia. Y esos 27.000, con algún añadido posterior, se quedaron congelados en las cifras oficiales (horrible morgue) de semana en semana; de los otros no había noticia cierta. Así Sanidad mantuvo refrigerado en el congelador oficial el dato de fallecimientos durante muchas jornadas -demasiadas- ante el estupor de la opinión pública.
Pero una vez abierto el refrigerador, en los albores del verano, la sorpresa sería de mayores proporciones; mes y medio después, todavía no hemos llegado a los 28.752 de mayo (al menos, a 7 de julio, San Fermín, cuando este pamplonica murciano escribe sobrecogido y estupefacto). ¿Qué suerte corrieron aquellos españoles que resucitaron de las estadísticas? ¿En qué limbo fueron confinados?
Sin embargo, fuentes tan solventes como el INE, el Instituto Carlos III o la propia Seguridad Social, así como diversos estudios universitarios e incluso un informe de las mismísimas funerarias apuntaban a que el número de víctimas era muy superior. De hecho, el exceso de mortalidad durante la ‘coronacrisis’ respecto a intervalos similares de otros años, a primeros de junio, ya se estimaba en más de 43.000 muertos. En semejante dato coincidían el INE (43.945), las funerarias (43.985) y el Instituto Carlos III (43.260). A su vez, para la Universidad Politécnica de Madrid eran 45.913; o 38.508 para la Seguridad Social (en mayo, pagó 38.508 pensiones menos que en abril; no es nada aventurado suponer que la mayor parte de este descenso sea debido al coronavirus). ¿Y de estos ciudadanos, qué se sabe? ¿Dónde están?, ¿o nunca estuvieron?
Hasta la OMS llegó a poner en tela de juicio los registros de Sanidad; según esta organización, que procesa los datos de los propios gobiernos, al terminar mayo ya superábamos las 30.000 víctimas. No tardaría el Ejecutivo español en reclamar una rectificación a la OMS, que rectificó. Cómo no rectificar, si es de sabios... Y doctores tiene la Santa Madre OMS.
El Gobierno adujo reiterativamente que se trataba de una mera depuración de datos. Y en esa depuración estamos. Y todavía hoy seguimos girando en la esfera de los números sin saber cuántos han perecido en esta tragedia nacional (y mundial). En nuestro país, el responsable de Emergencias, Fernando Simón, ha esgrimido en repetidas ocasiones que tal desfase podía deberse a ignotas causas, que quizá, tal vez, a lo mejor, no tuvieran nada que ver con el covid o la covid: una gripe exacerbada, el temor a contagiarse de muchos enfermos que no habían acudido al hospital ante un agravamiento de sus patologías, o la propia saturación del sistema que impidió tratar adecuadamente otras enfermedades.
Mas, el Dr. Simón rozaría lo inefable cuando se atrevió a insinuar que quizá, tal vez, probablemente, a lo peor, no fuera sino “un accidente enorme”, tan inconmensurable, que sólo podía suceder en el reino de la incongruencia, donde todo cambia por inexplicables razones. Siguiendo esta lógica, una mascarilla puede pasar fulminantemente de ser innecesaria e incluso contraproducente a convertirse en imprescindible y obligatoria (so pena de multa de 600 euros, en las oscuras horas del estado de alarma, reducida ahora a 100 en la ‘nueva anormalidad’, ¿por qué?). La mascarilla se ha trocado en el símbolo de la gestión de esta crisis, y de sus afamadas e imponderables fases.
Los 56 días del proceso ‘desescalador’ merecerían por sí solos un libro, que obviamente llevaría por título: “En busca de la Nueva Normalidad”, aunque ya sabemos que no es nueva ni normal. En él relataríamos las continuas y muy carpetovetónicas improvisaciones, contradicciones, dimes y diretes, amén de mensajes difusos y confusos. Como ha ocurrido desde el primer día hasta el fin del interregno del estado de alarma y su ‘desescalamiento’, con la gozosa arribada a puerto de la anormalidad vieja.
En este proceso, caben destacarse hitos como el ínclito anuncio de la apertura de fronteras después de días agotadores de desescalada, en los que se mudaba de fecha como de camisa (camisa blanca de nuestra esperanza). O la celebérrima autorización de un respiro a la población, a finales de abril, para practicar deporte en el exterior o sencillamente pasear, que ocasionaría una avalancha de incongruencias y justificaciones, que resulta imposible resumir en un artículo.
Y, entre otras sutilidades, qué decir de la mengua de la distancia de seguridad que inexplicablemente (nadie lo ha explicado) se ha reducido de dos metros a metro y medio, cuando al principio de la crisis se exigía sólo un metro. Tales medidas, corroboradas por la hispánica ciencia, han conseguido que nadie se las tome en serio. Observen si no a su alrededor; apretujados y felices parece que volvemos a vivir. Y la mascarilla se ha transformado en una prenda de moda, de los más inverosímiles colores, que se luce cuando a uno le apetece.
Sin embargo, el 28 de abril, Pedro Sánchez presentaba la desescalada como una estrategia perfecta, que exigía el máximo rigor en el cumplimiento de sus fases y normas para lograr el éxito del desconfinamiento. No obstante, en cada una de las malhadadas fases hubo un exceso de confusión y una inflación de contradicciones, que redundaron en mensajes marxistas del Gobierno (de Groucho Marx, principalmente), que preconizaban una cosa y su opuesta con extraña prolijidad. Fueron tantos los casos que sólo su recuerdo agota e indigna.
En consecuencia, de semejante normativa, que comenzó a aplicarse el 4 de mayo, muy poco logró sobrevivir al vaivén irrefrenable de la inconsistencia, pocas reglas permanecieron inalteradas, incluida la más básica de ellas, la de la permanencia de dos semanas en cada fase (período que coincide con el de la incubación del virus). Aquella imprescindible norma para alcanzar al fin la 'nueva normalidad', tras el tránsito inexcusable por las tres fases, se esfumó en el aire, cual polvo en el viento.
Tal ha sido la tónica predominante en tan terrible crisis; las incoherencias comenzaron desde el minuto uno, y ejemplos haberlos haylos por doquier. Desde el tristemente glorioso 8 de marzo, rebosante de fervorosas manifestaciones y estadios de fútbol repletos…hasta hoy, en que nada es nuevo -ni normal- bajo el sol. Tampoco la estulticia e ineptitud que nos envuelven, ante el temor de los rebrotes víricos. Porque el virus sigue circulando entre nosotros; no hay, como sostienen los expertos, ‘inmunización de rebaño’. Pero sí muchas ovejas y corderos...
Al funeral del 6 de julio en la Almudena, injustificablemente no acudió Sánchez ni su vicepresidente segundo Iglesias al que, pese a su apellido, le intimidan de manera desmedida los templos catedralicios. Empero sí lo harán ambos el 16 de julio, cuando se celebre solemnemente el funeral de Estado para honrar la memoria de todas las víctimas del covid 19. Sean las que fueren; numerosísimas, desgarradoras e irreparables en cualquier caso... Y nada ni nadie debe empañar su recuerdo, el de tantos compatriotas nuestros que viven ya en el corazón de España, al que pertenecen por derecho propio.
Hipólito Martínez es periodista