Este antiguo volcán, de apenas veinte kilómetros de diámetro, encierra un ecosistema único donde habitan miles de animales, incluido el rinoceronte negro. Un parque natural en cuyos alrededores viven tribus como los hadzabe y los datoga
MURCIA. Seguramente, que el parque nacional del Serengueti sea lo más conocido de Tanzania e, incluso, se piense que no hay mucho más allá que hacer, aparte de recorrer sus llanuras en busca de los Big Five (elefantes, leones, búfalos, leopardos y rinocerontes) o, según la época del año, contemplar la Gran Migración, ese momento en el que miles de ñus descienden la ladera levantando una gran polvareda y saltando desesperados a las aguas del río Mara en acto casi heroico —no todos llegan a la otra orilla—. Y no te voy a engañar, es uno de los instantes más emocionantes que he vivido en mi vida. Sin embargo, al cruzar la puerta de salida del Serengueti se abren nuevas experiencias, como la posibilidad de ver al rinoceronte negro, conocer más sobre las etnias que habitan el país (masái, hadzabe, datoga...) o descubrir nuevos paisajes. Un viaje fotográfico, organizado por Artisal Travel Photography, que hago acompañada por personas que tras tantos días de viaje son ya una familia.
Nos alejamos del Serengueti y ponemos rumbo al cráter del Ngorongoro. Un trayecto que transcurre entre interminables llanuras en las que, junto a la carretera, se ven cebras, antílopes, búfalos y ñus pastando sin inmutarse ante los pocos coches que pasan por ahí. Un paisaje que cambia cuando entramos en el valle del Rift, una grieta de casi cinco mil kilómetros de longitud, que crece desde hace unos treinta millones de años y que acabará por partir el continente en dos. Un lugar de enorme interés geológico, pero también histórico. Sí, porque en la garganta de Olduvai aparecieron los primeros utensilios fabricados por la especie humana, y fue donde la antropóloga británica Mary Leakey y su equipo hizo uno de los hallazgos más importantes en el último siglo: un rastro de unas setenta huellas a lo largo de casi treinta metros. En apariencia, las huellas revelaban la senda seguida por dos individuos, que habían caminado erguidos hace 3,66 millones de años.
Con la intención de seguir esas primeras huellas de la humanidad y conocer más sobre los hallazgos en esta zona, visitamos el Olduvai Gorge Site Museum. Los restos más importantes se llevaron a grandes museos de Europa y América, pero aun así merece la pena visitar, porque se pueden ver algunos fósiles del Homo habilis o las que fueron las primeras herramientas. Un museo modesto, pero cuyas salas me transportan a aquellos tiempos en los que nuestros antepasados se desarrollaron como fabricantes de herramientas y cazadores-recolectores y me hacen entender la importancia del lugar. Un mirador da a un paisaje donde destaca un monolito erosionado, que muestra los estratos de los cambios climáticos ocurridos durante millones de años. Una visita que merece la pena para entender por qué dicen que Tanzania es la cuna de la humanidad y que, además, viene de paso si vas del Serengueti al Ngorongoro.
De vuelta al coche miro el paisaje y vuelvo al presente, donde los masái siguen pastando por estas tierras. Lo hacen en una llanura salpicada por pequeños picos que recuerdan esa época en la que las erupciones volcánicas y los terremotos eran habituales en el Rift. En una de esas erupciones se formó el Ngorongoro, un paisaje que es el resultado de un proceso geológico que procede de la erupción y colapso de un antiguo volcán hace millones de años. Una caldera volcánica intacta —y la más grande del planeta— que me la imagino desértica, quizá influenciada por el Deadvlei en Namibia. No puedo estar más equivocada. Al alcanzar la parte superior del cráter me sorprende un paisaje lleno de vida y con un cromatismo inusual: laderas repletas de árboles descienden hasta llegar a una enorme llanura, en la que destaca el azul del lago Magadi.
Quedo maravillada ante tal belleza y, a medida que el coche desciende hacia esa llanura, me doy cuenta de que esas paredes encierran un continente en miniatura: en este espacio de 264 km2 hay distintos ecosistemas y hábitats, desde el bosque lluvioso que cubre sus bordes exteriores hasta las llanuras, manantiales, lagos salados y dulces, y bosques de su interior. Un lugar donde Noé puso a todos los animales, pues el cráter del Ngorongoro alberga la mayor concentración de vida salvaje por kilómetro cuadrado del planeta. Bueno, se le olvidó poner a las jirafas, que no descienden hasta el cráter.
No exagero, pues en medio de esa caldera comienzan a aparecer elefantes, cebras, ñus, gacelas, hipopótamos, avestruces, flamencos… En total 25.000 animales, entre los que no faltan leopardos, hienas, leones (alrededor de unos setenta) y una treintena de rinocerontes negros (no hay blancos), aunque estos últimos es más difícil verlos porque son muy solitarios y quedan muy pocos en el planeta debido a la caza furtiva. Pero la esperanza está ahí, que solo acabamos de llegar.
Al poco, comienza la emoción. Un león macho de melena negra camina tranquilamente por la llanura. Enseguida se sienta y se pone a descansar. Está a pocos metros del vehículo. Nos quedamos en silencio, solo se escucha el sonido de cada disparo que hacemos para captar el momento en el que alce la cabeza y nos mire. Quién sabe, quizá si no hiciéramos ninguna foto oiríamos hasta su respiración. Seguimos en la búsqueda de otros animales y vemos a un grupo de hienas comiendo los restos de un animal. Somos testigos directos del círculo de la vida sin ninguna pantalla por medio —bueno, la de la cámara—. Un chivatazo nos dice que hay un leopardo en los alrededores y nos vamos hasta el punto indicado, pero no logramos ver nada. Las horas pasan y el rinoceronte se resiste, así que vamos a un punto más alto para, con los prismáticos, divisar mejor la llanura en su búsqueda. Permanecemos un buen rato allí, admirando esa gran caldera y pasando el tiempo entre conversaciones y risas. Hasta hay quien se atreve a leer la mano...
Tampoco hay suerte y la noche se acerca, así que debemos abandonar el parque. Somos los últimos, y Loshi, nuestro guía, acelera para llegar a tiempo a la puerta. Al salir de la zona de conservación de Ngorongoro volvemos al paisaje de la Tanzania que dejamos atrás al entrar en este cráter de apenas veinte kilómetros de diámetro; un lugar que me ha dejado maravillada. Tanto que me uno a quienes aseguran que el parque del Ngorongoro es uno de los parajes naturales más espectaculares de África. Por cierto, Ngorongoro significa cencerros —es el resultado de Ngoro-Ngoro, o sea el sonido que se producía por los cencerros de los animales—.
En esta zona abundan los poblados masái, pero en esta ocasión vamos a conocer a otra tribu, los hadzabe (hombre de los bosques), un pueblo de la etnia san, cuya forma de vida apenas ha variado en miles de años. De hecho, según estudios genéticos, los bosquimanos son el pueblo más antiguo existente hoy en día. Pero eso será mañana de madrugada, que ahora toca descansar.
Es noche cerrada cuando nos levantamos. La idea es llegar al poblado con los primeros rayos del sol. Así lo hacemos. Cuando llegamos, tres hombres aparecen con un animal sobre su hombro. Es un puercoespín, al que dejan en el suelo y hombres y niños se agolpan ante él para sacarle las púas y limpiarlo. Luego lo dejan en un árbol colgando. Miro la escena absorta, siendo consciente de que esa situación no se aleja mucho a cómo vivían nuestros antepasados hace miles de años.
Mujeres y hombres están sentados en sendos círculos, vestidos en parte con ropa occidental y en parte con pieles. Se comunican a través de chasquidos —son las denominadas lenguas joisanas, que no usan palabras— y algunos fuman marihuana, empleada para conseguir el valor de salir a cazar y por sus cualidades curativas y antiparasitarias.
El círculo se rompe cuando un grupo de hombres cogen unos arcos y flechas envenenadas y se los cuelgan al hombro. Intentamos seguirles —digo intentamos porque son muy ágiles y allá donde nosotros vemos zarzas que hay que pasar despacio ellos ven simples matorrales—. Deben tener una piel dura porque van descalzos y no tienen arañazos —yo tengo los brazos hechos un Cristo—.
Corro tras ellos, intentando no hacer ruido y deteniéndome cuando veo que han divisado una presa. Su puntería es magnífica: han logrado cazar varios pájaros, que enseñan a modo de ‘triunfo’. Entre sus presas más comunes están las liebres, los búfalos o incluso los babuinos, pero eso es al amanecer o al atardecer, cuandos los animales salen en busca de comida. Ahora hace demasiado sol.
El grupo de hombres nos conduce hasta un pequeño montículo donde se sientan y hacen una hoguera. En ella se calientan, pero también asan esos pájaros que han cazado. Me parece increíble el momento que estoy viviendo y que sea en el siglo XXI, aunque para ellos la vida no ha evolucionado tanto como para nosotros. Salgo de allí emocionada, sabiendo que he vuelto a vivir una experiencia increíble y con la tristeza de reconocer que hoy empieza el camino de regreso y que pronto tendré que despedirme de Tanzania y de esta familia viajera.
El lago Eyasi
El Parque Nacional del Lago Eyasi es uno de los paisajes más interesantes de las planicies del norte de Tanzania. Lo es porque se trata de un lago que, durante muchos meses al año, se encuentra prácticamente seco, haciendo que la fauna y flora locales estén adaptadas a estas circunstancias. Un lugar que se puede contemplar desde las alturas, pues desde la cumbre Alipi, de unos setecientos metros de altura, puedes divisar el lago en su magnitud.
Conocer la tribu de los datoga
Al margen de los bosquimanos, en las inmediaciones del lago Eyasi viven los datoga, también llamados mangati, que en lengua masai significa fieros guerreros — son antiguos enemigos de los masái—. Esta tribu sobrevive de la agricultura, la ganadería y la caza y, en la actualidad, son los principales herreros de la zona del lago Eyasi. De hecho, en el poblado hay un hombre mayor haciendo puntas de lanza. Estas las emplean para comercializar con los hadzabe.
Cómo llegar: KLM vuela directo desde Ámsterdam al aeropuerto de Kilimanjaro (Arusha).
Cómo moverse: En coche. De Arusha a la zona de conservación del Ngorongoro hay 203 km, unas cuatro horas en coche.
Cuándo viajar: De junio a octubre, que coincide con la temporada seca de Tanzania.
Moneda: El chelín tanzano. 1 TZS equivale a 0,00037euros. De todas maneras, en muchos locales aceptan euros y dólares.
Web de interés: www.artisal.com. La agencia ofrece todo tipo de viajes fotográficos con un máximo de seis viajeros y siempre liderados por un fotógrafo profesional.