VALÈNCIA. Es, quizás, la madre de todas las preguntas junto a por qué hay algo en lugar de nada, o tal vez una formulación alternativa de la misma cuestión: todo comenzó con el big bang, vale, pero, ¿qué sucedía antes? ¿Qué hubo antes del principio? Para los creyentes en una fuerza divina y omnipotente es lo mismo: dios —el que sea— creó todo lo que conocemos. ¿Y quién creó a dios? Con este tipo de respuestas la cadena hacia atrás nunca se acaba. Siempre hay un y quién más. Las respuestas tienen que ser otras. Los conceptos tienen que ser otros. A lo mejor es que principio y final son solo parámetros humanos, hitos que utilizamos para aclararnos dentro de nuestra comprensión limitadísima de este entorno a escala inhumana que nos rodea. Puede ser. En el caso de los libros, esta cuestión del principio y lo que va antes del principio es mucho más sencilla de tratar. Las obras no comienzan en la página número uno. Suelen comenzar en la trece, quince, o cuarenta y siete.
Antes del principio hay muchas cosas: páginas técnicas como créditos, títulos o caras en blanco de cortesía, pero también la obra de otros que no consideramos propiamente la obra. Obras preobra que en muchas ocasiones obviamos, obras que saltamos sin compasión, y que incluso despreciamos. Son muchos quienes afirman nunca leerlas por principios. De nuevo el principio. Estas anteobras reciben el nombre de prefacios y prólogos, y pueden ser exaltaciones auténticas de lo que viene después, sonrojantes e hiperbólicos preámbulos destinados a condicionar nuestra lectura —el tiro suele salir por la culata y la lectura, en lugar de en positivo, se condiciona en clave de rabia—, o bien pueden ser necesarias introducciones al cosmos de la autora o del autor en el que nos zambulliremos una vez la preobra acabe con esa fórmula que implica firma, fecha, y a veces una posición geográfica también.