Contempla en el espejo su batín de cachemir rojo profundo. La estancia, vasta y luminosa, combina el mármol con el bronce antiguo: a un lado, una bañera alzada sobre patas latonadas; al otro, una ducha acristalada. Sobre la encimera de lavabos múltiples, los grifos destellan bajo la luz oblicua del ventanal.
La luna devuelve un rostro maduro, cabello entrecano y gesto firme, con esa compostura elegante de quien habita el lujo. Rasura la espuma, que resbala por su cuello. El pelo de la barba, rala e irregular, gira en el remolino del desagüe como pelusa de melocotón. Tira de la toalla bordada, con una corona y un león en hilo de oro, sintiendo la caricia de los bucles largos y sedosos del rizo.
—Servicio de habitaciones —se escucha al otro lado.
Apresurado, cierra silencioso las hojas blancas con molduras doradas, que separan la habitación contigua, como si quisiera preservar su interior, y abre la puerta. Un joven de cabello engominado y esmoquin granate, con la insignia del león y la corona en el hombro, empuja un carrito de plata con base de mármol. Sobre el mantel de hilo, un desfile de porcelana, cristal tallado y cubiertos, grabados con el emblema de la casa. Tartines de mermelada, croissants, pains au chocolat, zumos... Unta una tostada con mantequilla y levanta la tapa abombada del cubreplatos: un vaho a huevos revueltos le nubla la vista.
“Beeertt… beeertt…beeertt....". Suena el auricular.
Atraviesa la moqueta espesa del salón, las cortinas de damasco filtran un cielo elíseo sobre los árboles de la avenida más elegante del mundo.
Llega al despacho: la tapicería combina granate y turquesa; el sofá de raso da la espalda al buró, orientado hacia la chimenea de mármol, donde un ramo de rosas embriaga el ambiente. Ecos de Vivaldi vagan en el aire.
En la mesa, de caoba cubierta de piel, deja la taza de café. Se chupa la crema del pulgar y coge el teléfono, observando, tras la celosía, las fachadas barrocas de solemne arquitectura doradas por la luz de la mañana:
—Misión Napoleón.
—Majestad Imperial —responde con voz contenida.
De pie ante el escritorio abre el portátil, en la pantalla aparece un mapa satelital. Una mancha azul parpadea sobre la cuadrícula urbana. Amplía: se distingue un frontis monumental, de columnas y ventanales infinitos, trepado por un montacargas.
A pie de calle, motocicletas alineadas y una bici con cajón isotermo. Cuatro operarios con chaleco reflectante y cascos de obra caminan por la acera.
De pronto, se les ve subir por el elevador…, y a la altura del segundo nivel, reptan por la cornisa, desapareciendo tras una ventana. Luego, la escena queda vacía.
Vuelve al salón. Las puertas del dormitorio se abren de par en par: una Afrodita de melena rojiza, envuelta en una sábana, a modo de túnica improvisada, avanza hacia él. Tras ella, un cabecero de madreperla, capitoné de terciopelo y almohadones azulados.
—En unos minutos, rumbo al paraíso —dice él.
Mete la mano en la coctelera, revuelve los cubitos de hielo y acerca un puñado al rostro de la mujer, susurrándole:
—Siente el frío de los diamantes.
“Beeertt… beeertt…beeertt....". De nuevo el celular. Goteando por la alfombra el granizo que se escurre entre sus dedos, vuela al despacho y se abalanza sobre el aparato.
—Misión Napoleón.
—Majestad Imperial.
—Cómo...? ¿Pero… qué? —Su rostro comienza a empalidecer, las facciones se tensan. Camina hacia la ventana.
—¿Cómo es posible?
Su mirada se clava en la imponente columna de bronce con bajorrelieves, que se alza vertical, cortando el cielo. ¡Cuarenta y cuatro metros de historia atravesando la diagonal de su vista! El color abandona su cara. Una sombra salvaje, casi animal, asoma en sus ojos.
Mira la pantalla: en la calle, cuatro hombres con pasamontañas corren sobre sus motos, alejándose a toda velocidad. El cursor del mapa los sigue hasta que, de pronto, una nueva señal parpadea. Otro punto, otro recorrido. Un vehículo se aleja en dirección contraria: el cajón de una pizzería avanza entre el tráfico.
—¡Pero de dónde han salido estos...! ¡De la banda de Torrente! —brama, arrojando el móvil y mordiéndose los puños, hundiendo los dientes en la carne.
Los acordes de violín se precipitan frenéticos.
—¿Qué pasa? —La diosa griega aparece alarmada.
—¡La... la Tiara!... ¡La corona!
Un sonido gutural escapa de la garganta de la joven que, con la expresión contraída en una mueca, alza las manos y oprime sus sienes.
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En el corazón de la mañana del pasado 19 de octubre, bajo un sol de justicia y ante la mirada atónita de los visitantes, sustrajeron del Louvre unos cien millones de dólares en joyas. Alhajas de piedras preciosas, entre ellas una corona con 1.353 diamantes y 56 esmeraldas, tesoro incalculable que, inexplicablemente, quedó abandonada en la huida….
París, convulsionado, los políticos, al borde de un ataque de nervios, y el mundo, boquiabierto, asistieron incrédulos al suceso"
París, convulsionado, los políticos, al borde de un ataque de nervios, y el mundo, boquiabierto, asistieron incrédulos al suceso.
El ministro de Justicia francés declaró que los protocolos de seguridad habían fallado, y reconoció que el siniestro dañaba “la imagen de Francia ante el mundo”. ¡Ironías de la Historia! Bonaparte, que saqueó medio mundo, dos siglos después es desvalijado sin épica que valga con un montacargas y cuatro chalecos.
En la ola de misterio que inunda el país galo, se abre el debate: de un lado, Le Monde recoge, en sus páginas, la solidaridad de los grandes museos internacionales con los responsables del Louvre, recordando que "estas instituciones no son ni bastiones ni cajas fuertes”; de otro, crece entre la población la crítica a los recortes en seguridad. Porque, como dice el refrán, “al final, lo barato sale caro”.
No es solo patrimonio económico, sino el asalto a un fragmento de la historia de Francia: del imperio de Napoleón I al último de los Napoleones.
Testigo de momentos gloriosos de su memoria. En la talla de esas joyas están grabadas artimañas, estrategias políticas, intrigas y pasiones con trasfondo folletinesco, reflejo de las casas reales del siglo XIX francés. Desde el conjunto de esmeraldas y diamantes que Napoleón I regaló a Marie-Louise de Austria, tras su divorcio de Josefina, buscando un heredero; pasando por las tiaras y collares que lucieron las reinas María Amelia y Hortensia; hasta las joyas de Eugenia de Montijo, la última y más grande emperatriz de Francia, símbolo de elegancia y poder.
La aristócrata española, consorte de Napoleón III, interpuso su imagen, incorpórea y etérea entre los ladrones y la corona que había ceñido su frente, impidiendo que acabara descuartizada por manos plebeyas y profanas. Así se convirtió en la última heroína del esplendor imperial y Francia entera, decepcionada de sus políticos, ha decidido creer en Ella.
¿Fallos en seguridad?, ¿crimen organizado?, ¿encargo a medida? Tal vez los franceses nunca resuelvan su quiniela. Pero seguro, Netflix nos deleitará con una película basada en hechos reales: "Si Bonaparte levantara la cabeza", digna de figurar en la filmoteca temática junto a obras como Topkapi Lupin, o más propiamente El robobo de la jojoya de Álvaro Sáez de Heredia.