Bien acreditado está que los problemas de tráfico en la ciudad y su entorno no son una cuestión de nuestros días, aunque se hayan acrecentado en no pocos aspectos por obra y gracia de aquella bendita inmovilidad que seguimos en buena parte padeciendo.
Lean, si no, lo que sucedía hace ahora un centenar de años, cuando una comisión de conductores y propietarios de los vehículos que prestaban el servicio de viajeros entre la ciudad y los pueblos de la provincia, se presentó en la redacción del periódico El Liberal para quejarse de que el Ayuntamiento les había obligado a cambiar de lugar la parada donde solían recoger y dejar a los pasajeros, pero sin que esta novedad fuera aplicable a todos cuantos prestaban este servicio. Un agravio comparativo, sin duda.
Interesa al lector de estos ayeres el dato de que los tales vehículos estacionaban en la plaza de Santa Catalina, a la que hace un siglo supongo que se podría acceder, no sin cierta dificultad, por la angostura de las calles que a ella desembocaban por Pascual (o Contraste), plaza de las Flores (o Carnicería) y Santa Isabel.
Lo cierto es que pese a la perspectiva que podamos tener del asunto mirando una centuria atrás, el periódico consideraba justa la demanda, tanto por no ser aplicable a todos por igual como porque los dueños de los establecimientos situados en la céntrica plaza podían atestiguar que en nada estorbaban los vehículos a su normal desenvolvimiento.
Al personal que debía desplazarse de Murcia a la periferia cercana o lejana o viceversa le gustaba coger el autobús o bajarse del mismo en un lugar céntrico"
El Ayuntamiento, sólo un día más tarde, replicó que “ante el desorden imperante en el mencionado servicio y las enormes dificultades que ofrece al tránsito en general de la población, con notorio perjuicio del público, estimó absolutamente necesario poner coto a cuantos abusos se venían cometiendo, arropados algunos de ellos en razones de índole particular”. Y aprovechó el viaje el Consistorio para lamentar que la prensa “se haga eco de informaciones desprovistas de razón, sin recoger antes los antecedentes necesarios para enjuiciar con exactitud”.
Esta práctica, tan usual en todas las épocas, se ha descrito con el ilustrativo enunciado ‘matar al mensajero’. Y no sólo la prensa ha de ser tenida como ese portador de noticias que no son del agrado de quien las recibe. Los antiguos podían llegar a ser muy drásticos a la hora de mostrar su enfado por los informes recibidos, como hizo, según el historiador romano Plutarco, el rey armenio Tigranes, que mandó cortar la cabeza a quien vino a decirle que el general Lúculo se aproximaba con sus tropas.
Unos años más tarde se volvió a acreditar que al personal que debía desplazarse de Murcia a la periferia cercana o lejana o viceversa le gustaba coger el autobús o bajarse del mismo en un lugar céntrico. En 1936, pocos meses antes de que se desencadenara la Guerra Civil, los vecinos de La Alberca y de la capital demandaban del Ayuntamiento que la parada de lo que se llamó durante tanto tiempo “el coche de línea” se situara “en el interior de la ciudad”, y los munícipes acordaron que se instalara en la mismísima plaza de Belluga, junto al Seminario (hoy Escuela de Arte Dramático), porque parar en el Barrio del Carmen era hacerlo, evidentemente, fuera de la ciudad. La famosa barrera psicológica de tener que cruzar el río.
Mediados los años 50 del siglo pasado, el asunto de las paradas de los autobuses se centraba en la de los llegados y con destino a Espinardo, que según el vecino que escribía en tono de queja a La Verdad lo hacían antiguamente en las Agustinas para luego ser derivados a Santo Domingo y, a partir de ese punto, iniciar una sucesión de cambios que les había llevado por las plazas del Romea y de Santa Gertrudis para acampar, en los días finales del mes de agosto de 1955, al final de la calle de Santa Teresa.
La empresa concesionaria del servicio se defendió alegando, ante todo, que no era la determinación de las paradas competencia de quien daba el servicio, sino del Ayuntamiento, aparte de que la parada aludida tenía carácter provisional, debido a unas obras municipales. Al tiempo reseñaba que treinta y tantos años atrás el lugar determinado, y muy a propósito, era el Plano de San Francisco.
Y me permito apuntar, abundado en ello, que ese era también el emplazamiento de la parada cabecera y término del tranvía de Espinardo, desaparecido, como los demás de aquella época, en el año 1929.
La estación había nacido pequeña y no pocas líneas se habían quedado fuera, dando lugar a los mismos problemas preexistentes y algunos sobrevenidos con el incremento notable del tráfico"
Sin duda, la puesta en marcha de la estación de autobuses en San Andrés, de tan larga génesis, como ya se explicó en estos ayeres, supuso la superación de una situación de paradas de autobús con destino a los pueblos de cerca o de lejos desperdigadas por toda Murcia.
Escribía nuestro recordado cronista Carlos Valcárcel Mavor, hace cerca de medio siglo, que aunque la mayoría de las líneas de autobuses partían de la plaza de Camachos, “otras muchas se repartían por la ciudad, creando obstáculos al viandante, arrojando suciedad en las aceras y calzada y, posteriormente, con el aumento de tráfico rodado, estableciendo no pocas dificultadles a la circulación de vehículos”.
Pero lo cierto es que, pocos años más tarde se constataba que la estación había nacido pequeña, que no pocas líneas se habían quedado fuera, dando lugar a los mismos problemas preexistentes y algunos sobrevenidos con el incremento notable del tráfico. Y señalaba la crónica que el Ayuntamiento era conocedor de la solución, que no era otra que la construcción de otra estación en el sur de la ciudad, esto es, en el Carmen.
Han pasado cerca de 50 años, y aquella solución empieza a tomar forma, pero a costa de clausurar la estación de San Andrés. Ahora habrá que ver si todos los servicios de autobuses pueden ser asumidos por los más que limitados accesos con que cuenta el Carmen o si el problema secular sigue cumpliendo años.