MURCIA. Yo. Yo, y lo que muestro de mí. Yo y mi storytelling (mi narrativa). Yo y mi proyección. Yo y mi laboriosa apariencia. Frente a cada uno de nosotros cuando apoyamos el dedo sobre el icono de una red social en una pantalla táctil, un megayó constituido por todos los éxitos de una masa amorfa de contactos: premios que no hemos ganado, vacaciones de las que no hemos disfrutado, parejas que no hemos consolidado, bodas por todo lo alto que no hemos protagonizado, hijos risueños que no hemos tenido, ascensos que no hemos logrado. Cuerpos en forma contra viento y marea laboral. Occidente es el centro comercial del yo. Si no eres tú, no eres nada. Lo anodino no existe: salta en paracaídas. Despierta en una cabaña en las Bahamas. Nada en aguas cristalinas. A nadie le interesa todo lo demás. Es normal.
¿Por qué tendría que interesarnos la rutina? Interesa el yo y el nosotros siempre que la estampa sea bonita. Interesa el yo en una postal. La nuestra, en estas latitudes, es la era del individualismo maníaco, del vídeoselfie con nuestra efigie luciendo morritos y detrás la obra de arte, el monumento. Esto no es una condena: solo una constatación. Hail a los cuerpos bonitos, a los músculos esculpidos por intensas sesiones de CrossFit, a las instantáneas de abrazos a niños morenos en países lejanos. A las sonrisas con el mar de fondo. En la era del yo no hay espacio para lo colectivo. Sí: el cambio climático quizás se nos lleve por delante, o si no tanto, seguro que nos lo pondrá difícil. Pero será a otros. Será a los que vengan después. El infotenimiento alarmista, lejos de generar conciencia, radicaliza el culto al yo. No salimos mejores. Separamos los residuos, pero más allá de eso, ¿qué? Está la inflación. Está el precio de la luz. Está la sequía. Cunde el desánimo puntual. Triunfa la respuesta: lo único que tengo es mi esperanza de vida. La política, para los míos. Prosperan los bandos. El nosotros, ¿podríamos afirmar que existe? Quizás en la teoría.