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LA LIBRERÍA

Nabokov y el 'Pálido fuego' de la locura

  • (Foto: WALTER MORI)

VALENCIA. Quien escribe, inevitablemente miente. No se puede escribir sin mentir —o inventar—: eso supondría que de algún modo somos capaces de codificar la realidad tal cual es, y no solo eso: significaría también que hay una realidad única, abarcable y susceptible de ser codificada. Tal cosa no existe. Ni siquiera cuando escribimos acerca de algo aparentemente tan genuino como aquello que sentimos decimos la verdad. La nuestra es una especie que ha sobrevivido por su capacidad para decir y desdecirse si la ocasión lo requiere: a veces lo hacemos deliberadamente y otras sin querer, porque como decía Whitman al respecto de contradecirse, nos contradecimos, sí, porque contenemos multitudes. Tenía razón el gran capitán. Lo cierto es que no deberíamos hablar de un yo: la física moderna sospecha que más que un universo de cosas que permanecen en su misma configuración, lo que habitamos es un inconcebible tablero probabilístico, y que nosotros mismos somos una sucesión de configuraciones con apariencia de continuidad, o lo que es lo mismo: no somos objetos, sino eventos. Ahora un yo y sus circunstancias, ahora otro, y otro más. Hasta que ya no. No cabe duda de que ante un panorama así, escribir es sinónimo de crear, en el sentido más preciso de la palabra. Al contarnos, nos creamos. Lo que narramos es, con suerte, una aproximación imaginativa a las referencias. Por tanto, ¿tiene sentido darle excesiva importancia a la honestidad en la literatura? ¿Es siquiera una característica deseable? Ocurre además que identificar algo escrito como verdadero implica conocer de un modo incontrovertible la mente de la que han surgido las ideas cuyo índice de verdad creemos conocer. Algo así es tan improbable como una realidad del todo accesible. No. Que no, no puede ser. Escribir es engañar, y leer, querer ser engañado. Son dos formas de vicio. Hacía poco que había llegado a la suiza Montreux cuando una traducción original perdida del manuscrito original de Pálido fuego, de Vladimir Nabokov, cayó en mis manos. Mi viaje había comenzado en la nórdica Zembla: fui hasta allí, no sin superar un buen número de dificultades, tras la pista de la historia real del autor ruso en la pequeña nación norteña.

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