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‘Mi marido’, antología corrosiva de hecatombes domésticas, por Rumena Bužarovska

MURCIA. La vida en pareja, a partir de cierto punto, es cuestión de oficio. Eso es lo que se suele decir. Tras una primera etapa de euforia y descubrimientos, si la cosa sigue, inevitable y lógicamente, llega la meseta del conocimiento, de lo que se sabe, se acepta, o se tolera. Si la vida en pareja implica el compartir vivienda —no tiene por qué ser así—, sin duda habrá que poner en práctica dosis más o menos alta de empatía y paciencia, según sea el grado de compenetración de la pareja. Al fin y al cabo, la forma de habitar el hogar es algo muy personal, por lo que habrá que ceder parcelas de lo que se considera correcto o razonable, que en muchas ocasiones no coincide con lo que piensa la persona con la que hemos decidido vivir. Esto, evidentemente, también se aplica a compañeros de piso sin vínculos conyugales, pero no es el caso que hoy nos atañe. 

Convivir en pareja y con niños es un escalón superior en el desarrollo de la comprensión y de otras habilidades necesarias para sobrevivir. Cuando hablamos de esto no hablamos de amor. Hablamos del barro, de ese plano superpuesto en el que sucede lo que no entra en el relato mítico. La dimensión tragicómica en la que se huele, se mastica de un modo desagradable, se ejercita el autocontrol ante actitudes irritantes, se queda en ridículo por reacciones exageradas, se pierde y se gana autoestima por detalles, se atraviesan épocas de emociones procelosas y se llega a buen puerto o se naufraga. No existen relaciones amorosas exentas de barro, porque el barro es parte de lo cotidiano, en las parejas más funcionales y en las más disfuncionales. Es pura realidad. Hay barro, qué duda cabe, en la familia, en las que nos vienen impuestas y en las que construimos.

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