MURCIA. Puede que todo acabe estallando, que el ser humano decida no esperar al meteorito, y mediante una serie de malas decisiones en cadena, uno haga y el otro se vea obligado a responder, y de nuevo caigan sobre la Tierra las bombas que tanto tememos, poniendo fin al capítulo humano en este bello planeta —el único que hemos conseguido poblar—. Desde las innovaciones de Oppenheimer y compañía, cuando las cosas se ponen feas, es plausible creer en el the end. Tendremos que vivir (o lo contrario) con ello. Pero en todo caso, entre que esto ocurre y no, lo que sí es más probable es que estallemos nosotros de puro agobio. Y este agobio no es solo exógeno: también viene de dentro. Tenemos el enemigo en casa: dentro de nuestra propia mente. Nosotros somos los quintacolumnistas más eficientes a la hora de sabotearnos el día y la vida. Ahora, cuando sentimos rabia por nuestra situación económica y laboral, en lugar de querer coger una antorcha, solemos proyectar la culpa hacia adentro: nosotros somos los culpables, por no saber suficientes idiomas. Si el sueldo es insuficiente, si no llegamos a fin de mes pese a trabajar cuarenta horas o cincuenta a la semana, es porque no estudiamos lo que tendríamos que haber estudiado. Hay una lista interminable de motivos por los que culparnos, de supuestos errores con los que podemos azotarnos hasta el ataque de ansiedad. El problema al final, en esencia, siempre somos nosotros, porque aunque ganemos lo mismo que casi dos décadas atrás pese a que todo sea mucho más caro, si hubiésemos sido más hábiles, más competentes, más competitivos, tendríamos un trabajo mucho mejor, o directamente, si hubiésemos invertido en viviendas o apostado por las criptomonedas como ese amigo nuestro que sí sabe ver las cosas cuando hay que verlas, ahora no tendríamos que preocuparnos por trabajar. El culpable siempre soy yo. No me he optimizado lo suficiente. No me he optimizado lo necesario. Yo, yo, yo. Por mi culpa, mi culpa, mi gran culpa.

- Byung-Chul Han (Foto: ISABELA GRESSER)
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